Cultura

La sinestesia

Ahora, queridos lectores, si quieren ustedes practicar la sinestesia, aquí les dejo una imagen sugerente./Img.PHH

Continuamos con las Figuras Retóricas con el análisis de la sinestesia que, a pesar del nombrecito, tiene enorme importancia en la elegancia del lenguaje. Ni el mejor pintor puede expresar con más exactitud lo que una buena sinestesia

Pedro H. Pineda / EL ARTE DE ESCRIBIR

Nos referiremos brevemente a la sinestesia, definida por Kayser como «fusión de diversas impresiones sensoriales en la expresión lingüística». Ejemplo, los siguientes versos de Brentano, citados por Kayser:

A través de la noche que me envuelve,
la luz de los sonidos me contempla.

He aquí, mezcladas, las sensaciones de tacto (me envuelve), del oído (sonidos) y de visión (contempla, luz). Pero la verdadera sinestesia está en esa «luz de los sonidos», cuyo empleo permite pensar en posibles audaces figuras, tal como «el débil tintineo de los rayos de sol».

La sinestesia la utilizaron mucho los poetas románticos y simbolistas y muy utilizada ha sido la expresión «el verde tierno de los árboles», que funde las sensaciones táctil y visual.

En «El libro de Sigüenza” (Los almendros y el acanto») escribe Gabriel Miró:

«Los almendros ya verdeaban; tenían el follaje nuevo, tan tierno, que sólo tocándolo se deshacía en jugos.»

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El peligro de la sinestesia -como de toda figura retórica- es la excesiva complicación. La -para nosotros- obligada transparencia del estilo, se convierte entonces en confuso laberinto, en jeroglífico.

Cuando García Lorca, en el romance de «San Miguel», dice:

… Las orillas de la luna
pierden juncos, ganan voces,

el lector se detiene, forzosamente, en su lectura. No puede seguir leyendo porque, antes, tiene que descifrar esta extraña mezcla de sensaciones, cuyo significado y sentido se le escapan.

En los versos titulados «Las rosas del gallinero del vecino» escribe Camilo José Cela: «La brisa del mar. La roja brisa del mar» Lo que, admitido, nos permitiría hablar del «viento morado de la tarde» o del «blanco sonido de las esquilas».

Lo esencial es no perder el sentido de la medida; no permitir el desenfreno; no soltar las bridas de la autocrítica para evitar que la imaginación se desboque.

Evitemos, en suma, la embriaguez de la forma -la borrachera metafórica- porque, de lo contrario, el estilo se torna turbio y corremos el peligro de que el lector, mareado, abandone la lectura.

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