Exámenes

Susana Gisbert

Estamos entrando en ese momento del año que todos los estudiantes temen. La famosa recta final del curso. La amenaza de lo que muchos venían venir o la última oportunidad para salvar las naves para otros. Y por supuesto, para quienes lo merecen, la hora de recoger la ansiada recompensa. Ni más ni menos que recoger los frutos de lo que se sembró, sea bueno, malo o regular.

Ya hace tiempo que no vivo esta experiencia en mi propio cuerpo. Aunque nunca se deja de estudiar, sí que se puede dejar de examinarse y, salvo que me dé por estudiar sáncrito, swajilii o sacarme el título de especialista en la cría del calamar salvaje o el de corte y confección, no estoy en ese punto. Aunque nunca se sabe, vaya.

Sin embargo, ya hace mucho me tocó otro papel en esa función. El de madre. Un papel tan lleno de registros que podría dar el Oscar a más de una. Porque en la película de “Cómo ser madre y no morir en el intento” los exámenes y las notas son uno de los momentos estrella. Sin discusión.

Tal vez alguien que me conozca dirá que a ver qué sabré yo, que pertenezco a la subespecie de las madres suertudas, ésas que no han tenido que verse las caras con suspensos más que en alguna contada ocasión. Y, aunque es cierto, eso no me priva de angustias, nervios, y de aguantar más de una impertinenecia. Y más de dos.

Recuerdo que mi hija mayor, cuando estaba en el último año de bachiller, nos estuvo tortuturando constantemente, respondiendo a cualquier cosa que no la entedíamos porque no estábamos preparando el selectivo. Como si el mundo girara a su alrededor y al resto de personas nos hubiera aparecido por arte de magia un título universitario en la mano sin haber pasado por ahí. Y, a día de hoy, creo que de lo segundo la logré convencer, pero de lo primero, en absoluto. Para ella, el mundo sigue empeñado en variar su órbita solo por fastidiarla.

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Y es que sean cuales sean sus expectativas –para algunos aprobar, para otros sacar determinada nota y para otros simplemente pasar de curso- es un momento estresante. Y, además, se lo hacen –o se lo hacemos- vivir con más ansiedad todavía, teniendo en cuenta el mundo de competitividad y resultados en que nos movemos. Es imposible defender delante de nadie que lo importante es aprender y no las calificaciones cuando lo que necesitan es un aprobado o una determinada nota, y no un certificado de aprendizaje que no expide nadie. Así son las cosas.

Pero lo peor de todo no es eso. Lo peor es que me he convertido en mi madre. En más ocasiones de las que quisiera me sorprendo a mí misma diciendo a mis hijas las mismas cosas que le oía a ella y que juré que nunca diría. Y utilizando los mismos sistemas, que no confesaré no vaya a encontrarme una sorpresa, que las palabras se las lleva el viento pero la letra impresa la conserva San Google. Y eso sí que no.

Solo me falta decir eso de “porque soy tu madre, y punto”. Pero todo se andará, me temo.

Y es que para el título de madre no hay exámenes, y así nos va. Aunque, pese a todo, espero que el día de mañana ellas recuerden estos momentos como yo recuerdo los míos. Con un título en la mano y, pese a todo, con un agradable sabor de boca. Y por supuesto, con el agradecimiento eterno a mi madre que, usando el método que usara, consiguió que llegara hasta aquí.

Aunque me cueste decirlo, ahí va. Tenías razón, mamá. La frase que toda madre espera oír algún día.

@gisb_sus

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