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Tantas cosas que contar

«Aquel panty de hilo níveo, que le daba a mis piernas un aire colosal a tresillo de escay de abuela, no cedía jamás»

Noe Martínez / LIVING LA VIDA MADRE

SUGERENCIA MUSICAL, ‘Tantas cosas que contar’, de La Oreja de Van Gogh

Será el calor. Será. Pero lo cierto, es que cuando el buen tiempo empieza a asomar, siempre se me vienen a la cabeza los panties de hilo perlé que tan monos me lucían cuando era niña, nada más asumir que la primera is coming. Esos panties, tan blanquitos, tan tiesos y poco ergonómicos, que cuando ibas al parque, te hacían un peeling en las rodillas, haciendo de ellas la lámpara de Aladdino. Esos panties, que cuando estabas un ratito sentada, censando hormigas a las que habías construido un Resort vacacional, a base de cáscaras de pipas, un palo de chupachup y el envoltorio de un Phoskito, se te empezaba a dormir el pompis, fruto de los mil y un agujeritos de punto calado por los que asomaba cuarto y mitad de chicha de mollete de culo. Con la retaguardia como un colador cárnico, te rascabas hasta sacarte brillo, momento en el que algún mayor (no fallaba) te reprendía…

– ¡Tú sigue así, que vas a estirar el panty y verás que bien…!

Pero no veía nunca, porque aquel panty de hilo níveo, que le daba a mis piernas un aire colosal a tresillo de escay de abuela, no cedían jamás. Se deformaban, sí, eso sí, pero ceder: ¡ca! Podría llegar la Mundial, quizá las modelos gorditas del anuncio de gel Dove, todas en tropel, y meterse dentro y mientras bailan por Paquito, el chocolatero, y esos panties, seguir tal cual. Duros como corteza de Bimbo mal cerrado; incómodos como un body de esparto; hermosos como patitas de gruya. ¡Las modas, ay, las modas…!

– Menos mal que nací niño, sino, tenía que ponerme coletas tirantes aquí arriba, que hacen cara de chino con ojos de chino, así, ¿ves?

Nicolás está maravillado con una foto mía de pequeña. No acaba de entender cómo mamá, una tipa ya con sus años y sus añitos (pocos no se crean, aunque desde que ejerzo título, parece que cumplo de dos en dos, oigan…), haya tenido un pasado infantil. No le extraña que sea pequeña, que lo asume con dignidad disparatada (ni se lo plantea): lo que lo tiene turulato es que me vistiesen de muñeca. Todo en mis outfits cuidadísimos de antaño, made in modista de confianza, con sus lazos, sus jaretas, sus nidos de abeja, sus chaquetas de punto con botones nacarados, sus polainas de cuadros, que ahora, al albor de los tiempos, me daba un aire botella de 100 Peppers que metía miedo…Todo esmeradamente coordinado. Todo esmeradamente ideal.

– ¿Y no estabas incómoda, así con el pelo todo tirante y ese lazo como un antena…? – Mi mayor quiere reírse, pero no se reprime, porque de las muchas habilidades naturales, la empatía la tiene híper desarrollada. Sé que se trocha para sus fueros internos, pero aprieta los labios para no hacerlo en mi jeta vintage.

– Pues un poco sí, la verdad, pero me veía guapa…

Me quedo mirando la fotografía y, como si me hubiesen dado una patada en el culo, a pie de trampolín, me deslizo por mi propia historia, mi pasado ya no tan reciente, pero que, en todo caso, me pertenece y disfruto lo mío yendo y viniendo, yendo y viniendo. Cuando el vértigo del salto se acaba, me veo en el baño de mi casa, con mi madre armada con un cepillo de tubo, tira que te tira, para que las coletas queden alineadas y perfectas. ¿Scarlatta O’Hara en Lo que el viento se llevó cuando pide que le tiren del corsé hasta que las costillas le hagan música de xilófono? Tal cual. Noto como a cada pasada de cepillo, se me desplazan las ideas de sitio, pero no digo nada, aguanto en silencio (bola: protestona siempre he sido una jartá, pero estoy contando mi propia historia, no me voy a tirar piedras en mi propio tejado, ojú…), cruzando los dedos para que en la siguiente pasada mamá no se quede con mi pelo en las manos, como un peluca quita y pon de un Click de Famobil (ya, ya sé, ahora son Playmóbil, pero estamos en los 80’, no se me olviden…).

– Elías, uno de los mayores del campamento, tiene el pelo largo y se lo recoge en un moño, así… – Nicolás levanta los brazos, en una postura indescriptible, que le da un aire estupendo con la etiqueta de aceite La Giralda.

– ¡Qué me cuentas…! – Imposto súper atención, porque le encanta que lo que cuenta siempre suscite expectación – Qué cómodo para jugar al fútbol, ¿no?

– Elías no juega al fútbol: Elías toca la guitarra y escribe besos… – Mi mayor entorna los ojos, se encoge de hombros, en un intento sobrenatural de dejarme claro que sabe de lo que habla.

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– … versos, lo que escribe son versos – Matizo, divertida por el lapsus lingue.

– No: escribe besos, porque cuando hace que toca la guitarra y canta canciones, las niñas mayores dicen ‘qué mono, qué mono’ y le tiran besos voladores…

Nicolás es aún muy pequeño para según qué cosas, pero muy mayor para otras. No tiene ni idea de qué se cuece en el mundo de las relaciones humanas, pero sabe, porque lo intuye, que el juego ‘Me gustas – Te gusto’ es una opereta, un estaba esperando a que me sacases a bailar, que vista desde fuera, induce a mucha chufla. Sabe que tarde o temprano él será el que escriba besos y otras las que griten ‘qué mono, qué mono’, pero de eso no se habla, porque la idea de tener novia e irse a vivir a otra casa, se les va de las manos. La sombra de tener que convivir con sus suegros, sin poder llevarse a su Spiderman, su reloj Yokai y su pijama de StarWarse le seduce tanto como merendar sin ver la tele.

– Mami, cuando tú eras pequeña, ¿existía la profesión de rockero…? – Ojos como platos.

– ¡Oyeeeetúperoquétehascreídoooo…! – Me pongo en jarras, incrédula y divina, pero también ridícula, sabiendo que mi hijo mayor debe pensar que a mí me pintaron cuando la colección de El Greco.

– Digo si existía como profesión, no como músico de esos que cantan y ya está… – Pone cara de cantautor y me muero de risa, porque estoy viendo a Ismael Serrano, todo alegría y ritmo…

– Existía la de rockero, la de cocinero para pelirrojos, la de médico de orugas, la de bombero pizzero, la de inventora de escobas teledirigidas… – Me tiro en plancha, a hacerle cosquillas locas – Pero la que más molaba era la de adiestradora de dientes de cocodrilos…

– No, no, paraaa, noooo… – No puede parar de reír y rodar por el suelo – adiestradora de dientes de cocodrilo no existeeeee…

– ¡Claro que existe…! – Me pongo en pie, orgullosa – Aquí tienes al Cum Laude de la primera promoción: tuve unas notas buenísisisisimas.

– Mamitaaaa… – Con hipo y todo, no puede para de reír – ¿Y la abuela no sabía que para ir a clase de adiestradora de dientes de cocodrilo tenías que llevar puesto un chándal?

Nicolás señala la foto de las coletas tirantes como asas de botijo, llamando mi atención sobre los sempiternos panties de punto perlé. Para un ser que ha nacido ya con la licra unida al jean, la prenda en cuestión es un fenómeno polstergeist. Lo miro y miro la foto: razón no le falta, pero ya se sabe que las adiestradoras de dientes de cocodrilo somos muy de improvisar y de ir a por todas…

– ¡Exactamente! Esos panties caladitos eran el uniforme, porque así, si llegado el caso, un diente nos mordía, no nos hacía carreras en la media… – Pongo cara de ‘átame esa mosca por rabo’.

– Mamita, esos calcetines son como la red de ir a coger cangrejos: ¿la abuela no se confundiría…? – Serio, pero serio como un tipo serio donde los haya.

– Pues no te digo yo que no, que algún diente de cocodrilo me mordió muy a gusto, diciendo que me olían los tobillos a bigote de langostino…

Sea como fuere, red de ganapán o no, quién me iba a decir que aquellos panties serían un puente inter generacional, cuarenta años después. La moda-sustenta-recuerdos es el cimiento del confieso que he vivido, ¡42 años y tan ricamente, oigan! Que estoy de cumple, permítanme la nostalgia pavera ☺

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