Opinión

Aquel primo lejano

Vicente Torres

Era católico practicante, iba a misa y a comulgar todos los domingos y festivos, aunque me confesó que cuando la situación lo hacía aconsejable solía servirse de la hipocresía.

Debió de nacer en 1942 en uno de los más bellos pueblos de la costa mediterránea española, lo que le permitió nadar a diario varios meses al año. Años más tarde encontró trabajo en otro pueblo muy bello, esta vez de la zona cantábrica, en el conoció a la que sería su mujer. Lo traté muy poco en esos tiempos, porque en los años jóvenes la diferencia de años que había entre él y yo es una barrera y porque aunque su pueblo y el mío están muy cerca el uno del otro, en aquellos tiempos los medios de locomoción no eran muy abundantes.

Se fue a Guinea, en donde estuvo algunos años y a la vuelta su destino fue Valencia. Se casó y se puso a vivir en un piso de alquiler, que estaba precisamente en mi calle. En ese tiempo la diferencia de edad ya no contaba, así que lo vi mucho, hasta que por fin encontró un piso que le gustó y lo compró. Como estaba en una zona muy alejada, a partir de ese momento ya sólo lo vi de forma esporádica. Luego se trasladó a Madrid y hasta años más tarde no supe que se había ido desterrado o huyendo. Pero para su fortuna la capital de España fue Eldorado para él. Si en Valencia había chocado con alguien que lo odiaba, en Madrid dio con quien supo ver sus cualidades y comenzó a ganar dinero a espuertas a través de unos premios que no era costumbre de la casa darlos. Cuando lo ascendieron a subdirector general sufrió una merma considerable en sus ingresos al quedarse sin esos premios.

La prejubilacón que le llegó después le permitió vivir los cinco mejores años de su vida, según su propia confesión. No pudo prolongar este periodo feliz porque el cáncer entró en su vida y aunque encontró dura resistencia acabó llevándosela.

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Al irse a Madrid, perdí el contacto con él. Entonces no había Internet y él había optado por comprar una segunda residencia en el pueblo de su mujer. Un día deseé saber de su vida y busqué su dirección y sólo pude encontrar la del norte. Le escribí allí y resultó que esa dirección ya no era buena, pero el cartero lo conocía y se la hizo llegar. Me respondió con una larga carta muy cariñosa en la que me contó su vida. Ya tenía el cáncer, pero estaba en sus inicios y confiaba en vencer. A partir de entonces hablamos mucho por teléfono. Me llamaba muchas veces, y yo a él. Pero un día surgió un debate filosófico. Me expuso una idea y le hice ver que estaba equivocado. Examinamos el asunto y reconoció su error, cosa que me pareció admirable. Sin embargo, hubo algo que me preocupó. Yo tengo una inteligencia normal, afirmó, pero es que lo dijo en tono desafiante.

En las conversaciones anteriores, y también en las posteriores, porque seguimos hablando, aunque menos, ponía de manifiesto su inteligencia social, su capacidad para evitar que se le cerraran puertas, su eficaz uso de la hipocresía. A partir de cierto momento la usó conmigo también, o esa es la sensación que me quedó. Sinceridad total primero e hipocresía después.

Pensé también que su visión de Dios era similar a la que podía tener del presidente de Iberdrola, Telefónica o Microsoft. Alguien a quien convenía agasajar y hacer la pelota de vez en cuando.

Mi problema actual consiste en que aunque lo busque en Google ya no lo puedo encontrar en ninguna parte. La muerte se lleva a unos y a otros y nos vamos quedando solos.

Si en lugar de hablar por teléfono, hubiéramos estado uno frente al otro, todo habría sido distinto.

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