Epicuro y la filosofía del placer

Epicuro y la filosofía del placer./JCEpicuro y la filosofía del placer./JC

«Donde haya placer, por el tiempo que dure, no existe dolor.» Epicuro, 341-270 a. C.

Valencia.domingo 11. 12. 22

JAVIER CARAVACA

Epicuro ha sido quizá el más calumniado y despreciado de los filósofos clásicos, y, probablemente, el menos entendido y peor malinterpretado. Puede que tampoco haya habido otro que levantara soflamas entusiastas más apasionadas. Tal vez fuera ese rechazo, y la consiguiente censura de sus enemigos, los que provocaron que apenas se conserven textos de su pluma, a pesar de ser uno de los más prolíficos autores. Según la principal fuente biográfica que tenemos, la Vida de Epicuro de Diógenes Laercio, nadie superó jamás su producción literaria. Más de trescientos rollos, treintaisiete volúmenes sobre la naturaleza, tratados acerca de materias tan dispares como los átomos, las sectas, la moral, la santidad, la visión, el tacto, el destino, la piedad, los regalos, el criterio, las enfermedades, los dioses, la justicia, la fantasía, la música o el amor. Sin embargo, apenas tres cartas y dos colecciones de sentencias guardamos completas. Y, pese a que se conserva tan poquito de su pensamiento, curiosamente ha tenido los más ilustres detractores, quizá nadie los tuvo más geniales. Muy grande tuvo que ser su pensamiento para perturbar el ánimo de Plutarco, hasta el punto de que escribió diez tratados antiepicúreos. Cicerón, Séneca, Sexto Empírico, Clemente de Alejandría o San Agustín, por citar solo algunos, rechazaron con vehemencia su filosofía. Hegel, por ejemplo, decía que “las obras de Epicuro no se han conservado, y a la verdad que no hay por qué lamentarse.” El emperador Juliano prohibió directamente la lectura de Epicuro a los sacerdotes. El caso es que no es difícil sospechar que las raíces religiosas en las que se sustentan nuestras sociedades occidentales hayan sido los mejores mimbres para edificar los peores enemigos ideológicos de la filosofía epicúrea. Sus ideas, inspiradas en el placer y la felicidad, no podían ser sino un adversario peligrosísimo para esa fe que se construye a partir del pecado y la penitencia, que se sostiene en el sentimiento de culpa y promete un cielo redentor mediante la abstinencia. No ha habido, seguramente, peor enemigo que Epicuro para las mentiras de la religión y para las cadenas del Estado.

En su defensa también los hubo ilustres, Horacio, Virgilio y Lucrecio, sin ir más lejos. Este último lo glorificó con exquisitos versos como el héroe de su poema didáctico De rervm natvra, una de las mejores fuentes que se conservan de su pensamiento. Diógenes Laercio sentencia “quienes le calumnian están enloquecidos” y recoge el dato de que su patria “le honró con veinte estatuas de bronce” y que sus amigos eran tan numerosos “que su multitud no podría medirse ni por ciudades enteras.” Montaigne, Hobbes, Locke, La Rochefoucauld, Holbach, Jefferson, Stuart Mill, son unos pocos de los que aprovecharon las enseñanzas de Epicuro para desarrollar valiosas ideas filosóficas. Por otro lado, Robert Boyle, el padre de la química, fue un gran defensor del atomismo epicúreo, con no poco éxito científico. Kant, siempre tan agudo y equilibrado, aunque rechazaba las consecuencias morales de su filosofía desde la perspectiva de la “razón práctica”, elogiaba el empirismo gnoseológico de la física de Epicuro. Schopenhauer interpretó la ataraxia de Epicuro como una liberación de la voluntad de poder. Volveremos a ella más adelante. Pero el mayor elogio quizá venga de Nietzsche, quien venera a Epicuro como “ese amable Dios del Jardín”, en La gaya ciencia y en Humano, demasiado humano. El apelativo de Dios y la cualidad de amable, viniendo de Nietzsche, de quien guardamos como último tesoro la esperanza del eterno retorno de lo idéntico, no pueden ser mejor alabanza para quien simplificó el universo en una danza de átomos sin trascendencia, sin voluntad y condenada a la extinción. Para ambos, la vida no tiene finalidad, ni más allá, y no existe el tiempo lineal, sino solo el ahora, el momento actual, en continuo retorno a sí mismo. Esta perspectiva se ha malinterpretado durante más de dosmil años, tenida por pesimista, siendo todo lo contrario. La filosofía de Epicuro tiene una vitalidad inigualable, brilla con una frescura y una jovialidad asombrosas. Y no solo sirve de bálsamo para la vida diaria y mundana, lo cual ya sería muchísimo, sino que somete al juicio de la espada y la pared a los grandes miedos que atenazan al hombre: la muerte, el futuro, el destino y el dolor. Hoy, no menos que nunca, seguimos atemorizados por lo mismo, aunque Epicuro dejara escrita para la sanación su receta desgarradora: no hay trascendencia en nuestros temores y esperanzas, lo que ves es lo que hay, y los placeres serenos de este mundo son el camino para vivir en paz y feliz. “Éste es el grito de la carne: no tener hambre, no tener sed, no tener frío; quien tenga y espere tener esto también podría rivalizar con Zeus en felicidad.”

Pero su mayor atalaya, si permites el desliz romántico de mi perspectiva personal, es la que escribió Quevedo en su Defensa de Epicuro contra la común opinión. El poeta, siempre tan irreverente e iconoclasta, no solo apreció el pensamiento de Epicuro tanto como para merecer un libro en su defensa, sino que lo concilió con la moral cristiana, lo cual se me antoja un monumento intelectual y literario casi imposible, al alcance solo del más grande. “Sígase que, pues Epicuro con razón desechó la dialéctica sofística y que con la verdad indignó contra sí todos los filósofos, que valiéndose de la palabra deleite en que ponía la felicidad, callando la virtud en que decía consistir el deleite, difamaron al filósofo más sobrio y más severo.” Aunque parezca la cita poco más que laudatoria, lo tiene casi todo: el rechazo a la dialéctica, que fue el mecanismo epistemológico de Platón, la indignación de todos los filósofos contra Epicuro, por decir la verdad, el placer en el centro de la felicidad, y la virtud en la elección del placer, que tantos olvidan de forma estúpida, la difamación injusta que Epicuro siempre arrastró, y la sobriedad y el rigor que no quisieron ver en él.

La filosofía de Epicuro, si bien es coherente en su conjunto, no es ambiciosa en dogmática, al contrario: no pretende catalogar el universo entero ni esquematizar el pensamiento humano, como hizo Aristóteles, sino tan solo ofrecer un decálogo de conducta que ayude a ser feliz. Ya ves que poco. Como toda filosofía, aun siendo original, se construye a partir de las precedentes, bien por asimilación, bien por oposición. Epicuro nació en Samos en 341 a. C., con lo que recibió una rica herencia de pensamiento. De Leucipo y Demócrito rescató el atomismo, de Aristipo de Cirene el hedonismo, de Aristóteles el empirismo, la ataraxia de los escépticos, y de muchas partes el rechazo a las convenciones sociales y a la política, como no podía ser de otra manera. En herencia por oposición debemos destacar, con Kant, el rechazo a Platón, si bien nunca lo hizo de forma explícita. Lo cual no es poco aporte de pensamiento, habida cuenta de que el platonismo vertebra los valores morales de las sociedades occidentales, desde entonces y hasta hoy, desde las costuras del Estado hasta los rescoldos de la religión.

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Ya que me lo preguntas, repasemos los postulados básicos del platonismo para empezar a explicar, por oposición, las bases de la filosofía de Epicuro. Así, de paso, te explico sin darte cuenta por qué me resulta tan falsa la doctrina platónica. Platón contrapone el mundo sensible al mundo inteligente, y a su vez enfrenta al cuerpo y al alma. Entiende que el alma humana tiene un carácter divino e inmortal, y a su vez desprecia lo físico por intrascendente. Cree en unos valores éticos absolutos, los cuales se desgranan en una teoría de la política sobre la que no cabe discusión. Exige una jerarquía social en la que los filósofos sean los gobernantes y en la que los poetas queden excluidos. Y con esto ya tenemos bastante para ponerlo en un brete. Como te resultará obvio, tú que eres inteligente, Epicuro defiende todo lo contrario, y yo diría que cualquier persona sensata debería hacerlo. No en vano, y resulta divertido recordarlo, los discípulos de Platón, como avergonzados, se dedicaron a las matemáticas, y aun Epicuro despreció las matemáticas por inútiles para la felicidad. En su descargo, cabe decir que desconocía que con el tiempo las matemáticas ayudarían a comprender mejor aún el mundo, a través del empirismo que él sí cultivaba, y que el juego de abstracción matemático puede ser también un tranquilo placer. Veamos una a una las aporías de Platón, al modo aristotélico. El mundo sensible no se opone al inteligente. Es más, ese mundo de las Ideas de Platón ni es necesario para explicar el nuestro ni es consistente con la realidad. Lo atestiguamos cada día, y ya quedó lo bastante destruido en la Metafísica de Aristóteles. Al decir de Epicuro, el mundo sensible es el único realmente existente. Del mismo modo, la dialéctica entre cuerpo y alma es absurda: o bien no existe tal cosa como el alma, que aún no sabemos definir, o bien, como pensaba Epicuro, está íntimamente ligada al cuerpo en simbiosis inextricable, compuesta por una materia igual o muy parecida a la de nuestras entrañas. Y no es divina ni inmortal, sino que se deshace en el universo cuando nuestros átomos se disgregan al morir. Lo físico no es despreciable, acaso el físico de Platón lo fuera, no lo sé, pero en general no. Lo físico, para Epicuro, es lo único, lo sensible. Cabría subrayar que lo mental es también físico, claro: es el cuerpo el que piensa, y no las estrellas ni el vacío. Por otra parte, los valores éticos no son absolutos, acaso en su soberbia Platón pensara que tenía la capacidad absoluta de imponer su criterio sobre lo que es bueno y malo para los demás, pero el bien es subjetivo, de acuerdo con Epicuro, y la moral es relativa a las circunstancias. La defensa de una jerarquía social, por último, en la que los filósofos gobiernen al resto, más allá de que sea inmoral y engreída, nos pone en la dificultad de establecer previamente el criterio para tener licencia de filósofo, y encuentra en Epicuro su mayor detractor ideológico, para quien la política es despreciable y entiende que su cultivo es indigno del esfuerzo de un filósofo. Sobre aquello de expulsar a los poetas de su república, Epicuro no dijo nada, pero ya lo digo yo: deja ver no ya la estrechez de pensamiento de Platón, incapaz de entender cómo la poesía, el arte del lenguaje, construye el pensamiento mismo, sino también su falta de genio para la creación artística, su envidia, y aun la ausencia de buen gusto para apreciarla. Y perdóname por la vehemencia con que cargo las tintas contra Platón, pero no puede ser menos contra semejante totem ideológico, que tanto esfuerzo puso para engañar a la humanidad con supercherías y tanto éxito cosechó.

Volviendo a Kant, señaló con agudeza la oposición de Epicuro al platonismo. El valor de tal oposición es muy relevante, por cuanto rechaza un sistema de ideas muy completo y ampliamente aceptado. Pero no solo Epicuro es opuesto a Platón, sino a toda la moral tradicional griega, para cuyos ciudadanos resulta un revolucionario escandaloso. La política era para él un vertedero de ambiciones vanas, una competición insana por el poder. Sus predecesores fracasaron en la reforma de los gobiernos de las sociedades, no solo Platón y su república, sino también Aristóteles, y él, heredero de este desencanto, rechaza toda participación en la vida pública. Epicuro vivió la decadencia de la ciudad griega, la degeneración de la democracia, y observó cómo los mecanismos del poder socavan las libertades del individuo. No sabría cómo explicarte cuánto y hasta qué punto me veo reflejado en él. Para Epicuro, la felicidad del individuo está enfrentada a los anhelos de la colectividad. Es más, teme a la muchedumbre: “con vistas a obtener seguridad frente a la gente, sería un bien acorde a la naturaleza el ejercicio del poder y la realeza, como medios para poder procurarse en algún momento esa seguridad,” hasta ese punto debió vivir la degeneración de la democracia. “Vive oculto,” queda recogido en uno de los escasos fragmentos que se conservan de su literatura, muy al contrario de la costumbre ateniense, cuya moral se fundamentaba en la cooperación social, la democracia, la competición pública y el culto glorioso a los héroes. Pero “quien es consciente de los límites de la vida […] sabe que para nada necesita cosas que traen consigo luchas competitivas,” así reza una de sus Máximas Capitales. El sabio feliz que defiende Epicuro no se preocupa de la retórica ni de la política, no busca, en definitiva, el aplauso de la muchedumbre, siempre fútil: “la seguridad más límpida, que procede de la tranquilidad y del apartamiento de la muchedumbre.” El beatus ille horaciano resuena como un eco de la filosofía epicúrea, “no vivió mal quien pasó desconocido al vivir y al morir,” nos recuerda en uno de sus versos. Podría haberlo copiado de Epicuro.

Así pues, la filosofía de Epicuro opone en cierto sentido al individuo y a la colectividad. Para él la ataraxia, imperturbabilidad del cuerpo y serenidad del espíritu, ha de ser virtud propia del individuo no subordinado, la autarquía en definitiva, capacidad de entenderse uno mismo y gobernarse en libertad. Han de ser, pues, las pretensiones del sabio y no del ciudadano, las del átomo y no las del conjunto. Decía C. García Gual, en su ensayo Los placeres del Jardín, que ataraxia y autarquía son el lema del hombre sano de espíritu, el sabio que es a la vez hombre feliz, imperturbable y dueño de sí mismo. En el Gnomologio Vaticano conservamos una sentencia para reflexionar a este respecto: “la necesidad es un mal, pero ninguna necesidad hay de vivir en la necesidad.” Este punto de la filosofía epicúrea se ha considerado en ocasiones individualista, de forma peyorativa, y otras veces, con mejor tino, se ha visto en él un primer atisbo del liberalismo, con el sujeto de derecho centrado en el individuo y no en la masa y con el respeto a la libertad ajena como única norma de convivencia. La siguiente cita nos ayuda a entenderlo: “Apreciamos nuestras costumbres como algo que nos es propio, tanto si las tenemos por buenas, y somos admirados por los demás, como si no. Del mismo modo es preciso apreciar las de nuestro prójimo, si son honestos.” Es más, la idea de justicia de Epicuro, desde la perspectiva de la ley y el derecho, se inspira en el mismo espíritu que la filosofía liberal: “la justicia no fue desde el principio algo por sí misma, sino un cierto pacto sobre el no hacer ni sufrir daño surgido en las convenciones de unos y otros en repetidas ocasiones y ciertos lugares.” Nótese que Epicuro no entra a valorar la justicia de forma moral y absoluta, como Platón, sino que, como hace en todo su sistema filosófico, la somete al pragmatismo de lo que es útil para la vida, y en ese sentido se queda satisfecho en que las normas se ciñan a no hacerse daño los unos a los otros, a evitar el dolor, a respetar la libertad de cada uno en definitiva, sin matarse.

Llegados a este punto, veamos de forma sumaria cómo construye Epicuro su sistema filosófico. Su sistema epistemológico parte de la lógica de los conceptos para argüir que los sentidos son el medio para conocer, es decir, que el mundo, hasta donde pueda comprenderse, ha de catalogarse desde la experiencia sensible y no de otra manera. Muy al contrario, por ejemplo, que la propuesta de la dialéctica platónica. En este sentido encaja con el empirismo aristotélico, también podríamos decir que con el método científico cartesiano, y seguramente con la física más moderna: el trabajo intelectual es necesario para intuir, pero solo con la prueba experimental irrefutable se consolida el conocimiento. Al final, si no lo puedes tocar, si no lo puedes medir, si no lo puedes predecir, es que aún no lo entiendes bien. Partiendo de este empirismo lógico Epicuro desciende al estudio de la física, para pulir el atomismo de Leucipo y Demócrito a su manera y describir el universo sensible. Pero el ejercicio no está regido por el mero instinto de conocer, sino dirigido a construir los cimientos en los que edificar después su ética para la felicidad. Cuesta entender a simple vista cómo desde el empirismo y pasando por el estudio de los átomos llegamos a una ética para ser feliz sin miedo. Pero he ahí la coherencia del pensamiento de Epicuro: “no era posible liberarse del temor ante las más definitivas preguntas sin conocer cuál es la naturaleza del universo, y recelando algunas de las creencias según los mitos. De modo que sin la investigación de la naturaleza no era posible recoger placeres sin mancha.” La física epicúrea postula, con sus predecesores, que el universo todo está compuesto por unas partículas últimas muy pequeñas llamadas átomos, así también el hombre, su cuerpo y su alma, las cuales rigen su movimiento de manera inexorable mediante leyes naturales inmutables. Sin embargo, añade a esta idea mecanicista del universo un cierto grado de libertad en los átomos, una inclinación azarosa en sus trayectorias que no permite su determinación absoluta, sino al contrario, que dota al conjunto de libertad y, por tanto, de unas connotaciones metafísicas asombrosas. Subrayo aquí la prodigiosa intuición de Epicuro, quien supo atisbar hace dosmil trescientos años lo que nuestros físicos modernos han definido como teoría atómica, o los quarks, ecos de la mecánica cuántica o del principio de incertidumbre. Sin embargo, y he aquí el gran hallazgo de su filosofía, su sistema para comprender e interpretar el universo no es una teoría física sin más, sino una teoría vital, dirigida a ser feliz. ¿Cómo puede ser esto? Su perspectiva del mundo material está orientada a alejar el temor a los Dioses, eliminar los dogmas, la falsa conciencia que nos ata a un deber trascendente. Pretende liberar al hombre de las cadenas de sus miedos infundados y, además, le brinda un margen para actuar con libertad, con absoluta libertad. Si el mundo está compuesto de átomos que se mueven con leyes naturales inflexibles, dotadas de un cierto componente azaroso, resulta pues innecesario acudir a la voluntad divina para explicarlo. La finalidad y los motivos desaparecen, no hay porqués. La trascendencia, la esperanza de inmortalidad y el miedo al futuro y al castigo se diluyen sin remedio. La superstición, por tanto, los sacrificios, las plegarias, resultan innecesarios para la vida. Lo que ves es lo que hay, lo que puedes tocar y nada más, deja de preocuparte y disfruta de la belleza que hay a tu alrededor. Lo malo, lo peligroso de esto, es que pocos soportan ser tan libérrimos. Ser libre hasta tal punto implica independencia absoluta del resto del universo, es decir, hacerse cargo de tu soledad y de tu pequeñez. Es más cómodo sujetarse al deber de “lo que hay que hacer” que sentir el peso de la responsabilidad de decidir uno mismo, más fácil encadenarse a una esperanza perdurable más allá de nuestro cuerpo mortal que asumir la insignificancia. Sin embargo, así, solo y sin esperanza, te queda un refugio claro y luminoso para ser feliz: el placer, el amor y el conocimiento. Ese es el legado de Epicuro.

Podría interpretarse con esto que Epicuro era ateo o algo por el estilo. Sin embargo, nunca negó la existencia de la divinidad. Al contrario, en su Carta a Meneceo dice textualmente: “los dioses ciertamente existen”. Simplemente negó que los dioses, o lo que fuere que ande por allí en los intermundos lejanos e inescrutables, se ocupen de nuestras pequeñeces, y menos aún de nuestros votos, rituales, abstinencias, plegarias, ruegos y temores. “No es impío quien suprime los dioses del vulgo, sino quien atribuye a los dioses las opiniones del vulgo.” Epicuro niega los dioses de la mayoría, sin más, dejando abierta la posibilidad de una interpretación más fiel de la realidad que no alcanza a ver, ni le interesa lo más mínimo. Los dioses, a su entender, viven en la ataraxia perfecta, interesados únicamente en sus átomos y las leyes que rigen sus movimientos. Y es desde esta perspectiva exenta de toda superstición desde la que se pueden venerar y admirar en paz, como espejo al que el sabio debe mirarse sin vergüenza. Nietzsche lo explica con una sencillez brillante: “si hay dioses, éstos no se ocupan de nosotros”. En Humano, demasiado humano, nos deja escrita la idea simple de Epicuro: “suponiendo que sea así, esto no importa; en segundo lugar, puede ser así, pero puede también ser de otro modo.”

El punto central y más polémico de la filosofía de Epicuro es el placer. Esa vertiente hedonista la hereda de Aristipo de Cirene, para quien el placer perfecto era el sensible, presente y actual.

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