No hacían falta razones, simplemente era porque me quería

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ANTONIO GIL-TERRÓN PUCHADES

19.07.21

Desde bien niño comencé a hablarle a Dios, aún desde el convencimiento de que no me oía.

Y pensaba que no me oía porque desde que tuve uso de razón, me inculcaron que no era imposible llegar hasta Él, sino era a través de los oficios y servicios de la casta de intermediarios homologados a tal fin.

Pero uno que es cabezón, tozudo, y un poco descarado, siguió en sus trece hablándole a Dios, porque, a pesar que mi manipulada y amaestrada mente me decía que no me oía, mi alma sentía que Dios escuchaba atentamente cada palabra que le decía.

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Porque oír, se oye el canto de los pájaros, el silbido del viento, el estruendo del trueno; el monótono y lejano rezo de una litúrgica letanía… Pero escuchar, escuchar, es algo más que oír el monótono murmullo de lamentos y palabrería.

Escuchar, se escucha al padre…, al hijo…, al amigo… Porque si para oír, lo único que hace falta son oídos, para escuchar hace falta amor, querencia, atención y empatía.

Así fue como lo que al principio fue una tímida sensación, con el tiempo se convirtió en convicción: ¡Dios me escuchaba porque me quería! Y lo hacía sin que tuviese que pagar peajes con tufo a simonía; o valerme de latinajos, traductores e intermediarios…, sin tener que pedir hora a funcionarios de sacristía.

Y desde entonces siempre he tenido su consejo y ayuda; una ayuda que no siempre fue la que solicitaba, aunque también, pero sí que fue siempre la que en cada momento más me convenía.

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