Javier Caravaca / POLÍTICAMENTE INCORRECTO
29.01.21
Ayer publiqué un texto sobre la nueva Ley sobre la igualdad de trato y la no discriminación, cuyo título ya demuestra en su tautología la prostitución que hace del lenguaje. La discriminación es el trato desigual, por definición. Redundar en ello solo sirve para repiquetearnos la cabeza con el badajo de la ideología hasta que retumbe nuestra campana repitiendo la misma basura. Amén de una demostración de incultura lingüística que avergüenza. No obstante, no quise entrar ayer en el fondo de la cuestión, la discriminación, sino solamente analizar el trasfondo de la ley y sus perversas intenciones, que nada tienen que ver con la igualdad. Se me quedó tinta en el tintero para defender la discriminación y hacer una reflexión etimológica que considero necesaria, antes de que estos analfabetos que nos gobiernan terminen por destruir hasta la lengua que tenemos. Hoy baste con la defensa, para no ser prolijo, la cuestión lingüística la publicaré a parte.
La discriminación no es mala, en ocasiones es incluso buena, y algunas veces hasta necesaria. En todo caso, discriminar es un derecho inherente a la libertad del hombre: todos nacemos libres e iguales, y, por tanto, con derecho a discriminar. Obviamente, podemos hacerlo por razón de sexo, raza, religión, o cualquier otra cosa de esas que llaman políticamente incorrectas, faltaría más. Los pilares fundamentales de la libertad exigen ese derecho para sostenerse. Sin ellos estaríamos forzados a aceptar lo que no queremos, a que nos guste lo que nos desagrada, a no tener opinión ni preferencia, a ser poco más que una res que paga impuestos y tira del carro. La reivindicación del derecho a discriminar es de sobra conocida. Por ejemplo, el profesor Bastos, un sementero inagotable de ideas controvertidas, la difunde en las redes con un simpático sentido del humor. Lo mejor de escuchar a Bastos es que te pone en el extremo de tus prejuicios y te obliga a pensar, y ahí te das cuenta de que quizá estabas equivocado o de que eres un fanático irreflexivo. En todo caso, pensar es mejor que no hacerlo. Más extensamente, Walter Block profundiza en el análisis de la cuestión, de forma brillante, en su En defensa de la discriminación, un título que no deja lugar a dudas sobre su intención.
El problema está en que se confunde la discriminación con el maltrato, la agresión, la vejación, la lesión de la dignidad y ese tipo de faltas que, obviamente, constituyen un delito contra la libertad. Además, se mezcla en el crisol de las estupideces el sentimiento subjetivo de ofensa, para terminar de complicarlo, comparando así la grasa del cerdo con el cuentakilómetros, que nada tienen que ver. Nos queda luego ese emplasto para untar las heridas de los oprimidos, esos conjuntos teóricos de individuos en que nos quieren clasificar a todos, porque o eres negro, o eres mujer, o eres homosexual, o viejo, o gordo, o feo, o pobre, o extranjero, o algo, algo eres y te debes sentir ofendido por los que no lo son. Como sabes, esos grupos no existen: existen las personas, todas diferentes e interesantes, ninguna igual, sin homogeneidad alguna a la que agarrarse para clasificarte en la segunda división.
Pero la discriminación es necesaria desde la base de la libertad. Eres libre de elegir a la persona que se acuesta contigo, de discriminar a todas las demás, y de hacerlo según su raza, sexo, religión, color de piel, inteligencia, dinero, familia, cultura, capacidad, belleza… Ahí empieza la discriminación, en la esfera de lo más íntimo. Y luego se extiende alrededor, a tus amigos, a las personas con las que te relacionas, a tu trabajo, a las películas que ves, los libros que lees, la ropa que te pones, los lugares que frecuentas. Debes discriminar, y es bueno que la gente conozca tus preferencias, lo contrario sería un mundo de clones robóticos sin amor. La clave está en el respeto hacia los demás, en salvaguardar, a sangre, las libertades ajenas, pues en los demás está la fuente de la tuya. Pero discriminar no es maltratar ni lesionar ninguna dignidad. Que no le gustes a alguien no es motivo de ofensa, por más que te lo quieran inculcar para que te sientas oprimido. Si alguien no te gusta tampoco pasa nada, lo respetas y se acabó. Con buena educación es suficiente, y si no la tienes, peor para ti, el ridículo lo haces tú.
Y, de la misma forma que eres libre de discriminar en lo más íntimo, has de serlo en todas las facetas de la vida. Porque lo que está bien lo está siempre, y lo que no, no. Asesinar a alguien está mal, en cualquier contexto, ser amable está bien, en toda circunstancia. Por ejemplo, nadie vería delito en que no quieras entrar en un pakistaní, en que solo compres vinos españoles, en que no quieras trabajar en una empresa británica. Sin embargo, saltarían todas las alarmas si el pakistaní no quiere que entres en su tienda, los franceses no te quieren vender vino o la empresa británica no te quiere contratar. ¿A qué se debe esa doble balanza? Piénsalo. Los expertos en ofendidos y oprimidos suelen apuntar a la relación de poder: el poderoso no puede discriminar, el débil sí. Pero eso no es justo, nadie puede lesionar las libertades ajenas, nunca, con independencia de la relación de poder, cosa que, por otra parte, es muy subjetiva. Por ejemplo, una mujer, negra, pobre, extranjera, homosexual y discapacitada no puede agredir a otra persona impunemente, aunque la víctima sea un hombre blanco, rico, heterosexual, etc. Si algo está mal, está mal, y si no, no.
Te dirán que vale, que en lo personal hagas lo que quieras, pero que en el trabajo no puedes discriminar. Sin embargo, puedes, o deberías poder. Puedes no contratar a un hombre por ser negro, porque el perfil que buscas es mexicano, porque te dedicas a vender tacos. Puedes no contratar a una enfermera por ser mujer, porque tienes un hospital psiquiátrico lleno de hombres enfermos que no distinguen el bien del mal. Puedes no contratar a una mujer por ser vieja y fea, porque buscas a una chica joven que esté buenísima, porque regentas un pub de chavales. Puedes, en definitiva, no contratar a alguien porque te cae mal, o simplemente porque no te gusta, por lo motivos que creas convenientes, es tu libertad, y eso no debe ofender a nadie. Por desgracia, la tendencia de la política actual es que no puedas hacerlo, con el pretexto de ayudar a los grupos ofendidos que no existen.
En última instancia, el político tratará de convencernos de que es necesario regular la discriminación, porque si una persona discrimina no pasa nada, pero si una mayoría discrimina a una minoría entonces será angustioso para los ofendidos. Pero eso es un disparate en un mundo libre. Basta con garantizar las libertades individuales y dejarse de prohibiciones y regulaciones. Si nadie puede lesionar tu libertad, nadie podrá hacerte daño. Cuando vas a un pueblecito todos te miran raro y no se quieren relacionar contigo, porque eres extraño. Puedes ofenderte, depende de tu estupidez, pero no podemos castigar a sus habitantes porque no les guste que vayas. Si no existe una ley que obligue a ser racista, la sociedad ni sus instituciones lo serán, las personas equilibrarán de forma natural las necesidades de todas las razas que convivan en la región, con sus gustos y preferencias, y nadie quedará desatendido. Eso dando por sentado que existen las razas, lo cual es también un disparate. Hubo racismo donde los líderes y sus leyes fueron estúpidos y racistas, nunca las personas. Todavía podemos observar el mundo para darnos cuenta de dónde hay y dónde no. De igual forma el resto de colectivos oprimidos.
Pero ahí está el político legislando que no podemos discriminar, sobre todo a los oprimidos. Y en alguna categoría de ellos nos quieren clasificar a todos, por una cosa u otra, que motivos para ofenderse nunca faltan. Son una máquina de generar discordia y resentimiento. La madre que los parió. Han encontrado en la ternura de nuestro corazón la manera de que nos sintamos ofendidos por algo. Nos quieren oprimidos, de segunda clase, para que busquemos el amparo en sus brazos, esos brazos paternales en los que descargar nuestra envidia por no ser tan felices como otros.
Yo me cago en sus muertos. A mí no me ofende nadie. Por estas venas corre sangre nigeriana, aunque no lo parezca, y cada vez que se nombra a los negros me doy por aludido. Cuando nos meten en el vagón de las minorías oprimidas me dan ganas de que caiga un meteorito y arrase la humanidad, por gilipollas. Ni oprimido, ni menos que nadie. Yo soy yo, igual de libre que tú. Te respeto, aunque no me gustes, nunca te haré daño y procuraré ser amable contigo. Lo demás es mierda ideológica, y nos está infectando el cerebro.
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