Enrique Arias Vega / A CONTRACORRIENTE
30.12.20
Vivir una vida de impostura, a lo que se ve, no es tan difícil. Ahí tenemos, si no, al europarlamentario húngaro homófobo József Szájer, quien durante muchos años escondió sus verdaderas inclinaciones homosexuales antes de ser pillado en una orgía.
Lo de aparentar ser lo que en realidad no se es no resulta, por consiguiente, nada nuevo. Para corroborarlo tenemos el famoso asunto del telepredicador evangelista radical Jimmy Swaggart, a quien, en su caso, cogieron con una prostituta, siguiendo la estela de otros escándalos, desde Bylly Graham hasta Paige Petterson.
Vivir, pues, vidas inventadas que sean más satisfactorias que las propias es un tema recurrente. El novelista Emmanuel Carrère dio fe de ello en su libro verídico El adversario, cuyo protagonista se inventó un falso título de médico mientras vivía de estafar a los más próximos. Ante la inminencia de ser descubierto por su familia, los mató a todos.
Aquí tenemos otro caso menos trágico, novelado esta vez por Javier Cercas en El impostor. Narra la historia de Enric Marco, que llegó a ser presidente de la principal asociación española de víctimas del terror nazi sin haber pisado jamás un campo de concentración. En su impostura, el falsario osó explicar a los emocionados parlamentarios reunidos al efecto en Las Cortes sus vivencias como preso político torturado.
Gracias al cambio de los tiempos, en los últimos años se han desvelado muchísimas imposturas, sobre todo implicadas en delitos sexuales. El movimiento Me Too, que surgió tras los abusos del productor de Hollywood Harvey Weinstein ha ventilado un opaco mundo de crímenes y atropellos sexuales que ha salpicado a personas de una aparente y fingida honorabilidad.
De todas formas, visto lo fácil que es mantener la hipocresía social tras la fachada de una vida ejemplar, me temo que hay muchísimos más casos de falsarios, de hoy y de ayer, que nunca acabaremos por descubrir.
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