Aquella monja

La monja Kosaka Kumiko, detenida y esposada. /Img. Ag. AP

Vicente Torres

02.11.20

Me refiero a una monja que fue cómplice de la tortura a un niño de 13 años. Sin duda porque pensó que si le hubiera hecho algún reproche al torturador habría peligrado su bienestar profesional. Posteriormente, esa monja participó en otro acto de gran crueldad contra ese mismo niño, esta vez con otros protagonistas.

Evidentemente, esa monja no creía en Dios, sino en el pan nuestro de cada día, dicho de forma metafórica, y, si las hubiera, en las gambas. No todas las monjas son así (aunque tal vez Caram o Forcadas sean peores), algunas prefirieron morir asesinadas antes que renegar de su fe. Como aquellos sindicalistas y aquellas feministas que arriesgaron sus vidas y las perdieron, mientras que otros y otras se entregan al placer de las mariscadas.

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El caso es que la monja no perdió jamás su aire angelical, ni como Beatriz Viterbo, se rebajó ni un instante al sentimentalismo ni al miedo, sino que siempre repetía la misma cantinela: «toda una vida dedicada a hacer el bien», y el personal creía que era cierto, que hacía eso.

Esa monja representaba muy bien su papel en el teatro de la vida, no como otras personas, acaso aparentemente mojigatas o beatíficas, que tras salir de la iglesia o de la reunión de la ONG, componen un gesto que intenta ser de bondad, pero el rencor de su mirada delata la negrura de sus almas y que quizá sean irrecuperables para la causa del bien.

Ocurre a menudo que el personal se procura una vestimenta compuesta por virtudes morales, o religiosas, cuando no por grandes valores éticos, lo cual les permite verse a sí mismos con gran satisfacción y que los demás tengan la misma opinión de ellos. Pero un día hacen strip-tease, sin que ellos mismos se den cuenta, pero el espectador atento sí que los ve. Lo ve todo. Como dice Rosa Chacel: «está informado».

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