Los Cuchillos y El Jinete. Suena a gesta y desafío, a sangre valiente pronta a derramarse
Sábado, 31.10.20
Javier Caravaca (@CaravacaJavi).- Me recuerda a “peinar el viento, fatigar La Selva.” Son los nombres de las montañas que circundan el Valle del Aceniche, donde se elabora el mejor rosado en muchas leguas a la redonda.
La primera vez que entré en ese valle fue por el único paso que deja abierto un círculo mágico de montañas apretadas, guiado por el retrovisor de Pepa Fernández, huérfano de gepeese. Allí no alcanzan las ondas, salvo las del sol. Hacía mucho frío, porque siempre hace frío en el Aceniche, menos cuando hace mucha calor. El viento aprieta que te vuela, se conoce que así se agarran tan profundas las viñas en la roca, o por el viento o para buscar el agua profunda de los deshielos invernales, porque no es valle de río, sino de leyendas. Algo hace que la gente se quiera y se mate dentro del círculo, y que arraiguen las mejores cepas de vino de Bullas, y de ultramar.
La Balcona era un gran hombre, es decir, una mujer que dignifica a la especie humana. En los años cincuenta, sola y contra todos, plantó monastrell en el Aceniche, a unos 800 metros de altura, para hacer vino. Hoy la bodega de su mismo nombre embotella monastreles que dignifican a la especie vitis vinifera. Pepa, la tercera generación de Balconas, trabaja con el mismo amor de antaño la tierra y los frutos para poner en nuestra mesa vinos delicados, finos, con carácter de terruño, con personalidad y mucha clase. El año pasado nos enseñó una novedad insólita, un rosado de merlot de Bullas. Es hijo del lema de hacer de la necesidad, virtud. De aquellas cepas que se plantaron hace décadas con la moda de las uvas foráneas, que el alma del vino nunca ha estado ajena a las vicisitudes del comercio, han quedado un puñado de plantas de merlot bien adaptadas a la dureza de ese clima, propicias para hacer algo diferente. Fiel a su estilo, Pepa investigó y encontró el camino de la virtud en un vino rosado. Pero no de un “rosado fresquito,” que nadie se lleve a engaño, sino de un gran vino con espíritu y genio, equilibrado, fino, estructurado, amable, complejo, que bien puede enfrentar en una mesa de cata a quien se le ponga por delante. Es de esos que cuando los pruebas dices, ¡coño!, qué bueno está.
La segunda añada tenemos entre manos, se nombra con cuatro palabras: Mabal Merlot Aceniche Balcona 2019. Un vino de color de agua de granadas de poca capa, pero muy intensa y brillante, con matices asalmonados, limpio y precioso, como si lo hubieran hecho las ninfas y no las personas, como si hubieran derretido en la copa un botón de gelatina y hubieran encerrado dentro el amor de Pan. Se huele desde lejos, intenso y penetrante desde cerca, difícil de desmenuzar en matices, todos bien equilibrados sobre un fondo sugerente de sal. No en vano se cría en un suelo pobre de vida y rico en minerales. Apunta buena acidez, y no lo desmiente luego, una acidez roja. Es fino, jugoso, bien estructurado, con un ataque tierno y un desarrollo que devuelve el recuerdo de las granadas, como si ya no pudieses olvidar lo que ven tus ojos. Sutil, otoñal, húmedo más que fresco. Si no lo viera, no sabría decir que es rosado, ni blanco, ni tinto tampoco. Pero sí un gran vino, que pide tragos largos de tanta amabilidad que tiene. Es persistente, con matices vegetales, sabroso, con una retronasal muy expresiva que recuerda el chillido de los frutos de zarza, salvajes y leñosos, que crecen donde uno menos se lo espera, entre las piedras, como si fuera imposible evitarlo. También me trae a la memoria, lejano, un recuerdo infantil de leche. No sé si seré yo o la leyenda, de la que otro día te contaré. ¡Coño! ¡Qué bueno está!
Apenas 1600 botellas se hicieron de esta añada. Puedes descubrir alguna de ellas visitando la bodega y sus viñedos del valle, te prometo que no olvidarás el viaje fácilmente. Si no tienes tiempo, puedes conseguirlas online en VinosRaros.
Agregar comentario