Enquiridión

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“Si yo quiero, todos los signos son para mí de buen augurio, pues, pase lo que pase, dependerá de mí sacarle algún partido”

Viernes, 17 de abril de 2020

Javier Caravaca (@Caravacajavi) .- “¿Qué está en mis manos? La elección del piloto, de los marineros, del día, del momento. Después viene una tempestad: ¿qué debo hacer? Mi papel se ha terminado, corresponde actuar a otro, al piloto. Pero el barco se hunde: ¿qué debo hacer? Me limito a hacer lo que está en mi poder: ahogarme sin miedo.” Así recoge Flavio Arriano este pensamiento de las Disertaciones de Epicteto. Una imagen que ilustra con una claridad magnífica el núcleo del pensamiento estoico del filósofo. Epicteto no dejó nada escrito, pero su discípulo Arriano tuvo el cuidado de guardar para nosotros algunas de sus ideas. El Enquiridión, es una de esas joyas, un pequeño libro manual, cuyas cincuentaitrés sugerencias nos sirven todavía de médico de cabecera para el espíritu.

Epicteto vivió entre el s. I y II d.c. La parte central de su filosofía es esa, una extensión del estoicismo de Zenón de Citio, que ayuda a calmar la inquietud del alma con sencillez: “No intentes que las cosas ocurran como quieres; deséalas, en cambio, tal como suceden y todo te irá bien.” Nació esclavo, pero eso no le impidió observar el mundo sin envidia, prefiriendo “que ocurra únicamente lo que realmente ocurre y que triunfe solo el vencedor.” Veía con claridad que la felicidad está dentro de uno mismo, y que llevar la pelea más lejos de la propia piel termina siempre en frustración: “Si deseas algo que no depende de nosotros, fracasarás sin remedio.” En el Enquiridión resuena como un mantra esa idea sosegada que se conforma con las cosas como son, sin reñir con nadie ni desesperar del destino, dirigiendo los esfuerzos hacia adentro para ser feliz: “Si solo consideras cosa tuya aquello que te es propio y tienes, en cambio, por extraño, pues lo es, todo lo ajeno a ti, nadie te forzará jamás, nadie te estorbará, no te quejarás de nadie, no acusarás a nadie, no harás nada a tu pesar, no tendrás enemigos y nada te dañará, pues no sufrirás ningún perjuicio.” Parece fácil, atender lo que depende de nosotros y no despistarnos. No deja dudas sobre lo que eso significa: “Dependen de nosotros la opinión, la intención, el deseo, el rechazo y, en una palabra, todos nuestros actos. No dependen, en cambio, el cuerpo, la fortuna, la fama, el poder y, en una palabra, todo cuanto no sea obra nuestra.”

Epicteto se pregunta y se responde sin vacilar: “¿Qué es lo que quiero? Conocer la naturaleza y seguirla.” La sabiduría es el camino, y ya puede oponerse la fortuna, que le trae sin cuidado: “Si yo quiero, todos los signos son para mí de buen augurio, pues, pase lo que pase, dependerá de mí sacarle algún partido.” Su perspectiva es de un tesón encomiable y en todos sus actos desprende una bondad tranquila y condescendiente. En el corazón de la cuestión está no culpar a nadie por tus infortunios, sino a uno mismo, y procurar arreglarlo. Eso es síntoma de que uno empieza a aprender. Y lo lleva mucho más lejos: “No culpar ni a los demás ni a sí mismo es lo que hace quien ya ha acabado de formarse.” Desprecia, como no podía ser de otro modo, la vanidad y la opinión ajena, “soporta parecer estúpido y necio por cosas externas, y no quieras que te tengan por sabio.” Hasta el punto de dudar de cualquier cosa que venga del exterior: “Y si parece que eres alguien importante para algunos, desconfía de ti mismo.” Alguien que fue esclavo podía guardar rencor, pero la naturaleza de Epicteto era esencialmente humilde: “Si alguien te informa de que una persona habla mal de ti, no te defiendas de lo que se haya dicho y respóndele así: ‘si solo ha dicho eso, no conoce todos mis otros defectos’.”

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El pequeño manual ofrece unos consejos de comportamiento que se deducen de las ideas anteriores:

“Digan lo que digan de ti, no prestes atención, pues es algo que tampoco te concierne.” Qué cosa tan simple y tan difícil. Para el día a día, aprovecha la oportunidad de hacer alguna sugerencia que no ha perdido vigor: “Rehúye de comer fuera o con gente ordinaria; pero si alguna vez te ocurre, procura no caer en la vulgaridad.” O esta, que tanto irrita cuando no se cumple: “Guarda silencio la mayoría de las veces o di lo necesario y con pocas palabras. Cuando alguna rara ocasión te invite a hablar, habla, pero no sobre cosas corrientes.” Porque, claro, en nuestra vanidad se nos olvida que “así como te resulta agradable rememorar tus aventuras, a los demás no les produce ningún placer escuchar lo que te ha sucedido.” Pero sobre las cosas importantes tampoco conviene excederse en explicaciones, “no digas cómo se debe comer, sino come como es debido,” no hay mejor doctrina para quienes te observan. Eso de hablar todo el tiempo de lo que es bueno y conveniente carece de elegancia. Parece mentira que un filósofo pueda sostener eso, pero él sabe ilustrarlo con una imagen bellísima: “tampoco las ovejas presentan la hierba a sus pastores para mostrarles cuánta han comido, sino que, tras digerir el forraje en sus entrañas, producen lana y leche.” En sus entrañas, ahí está el misterio.

La opinión ajena es una bobada, eso parece claro, pero Epicteto sabía que la opinión propia es una de esas cosas que dependen de nosotros y a la cual hay que prestarle mucha atención. De nuestras opiniones surgen nuestras creencias y ellas son causa de nuestros actos y nuestra forma de entender el mundo. La propia felicidad depende de ello, o la desesperación. Ante la muerte nos recuerda que no se debe pensar de otro modo: “Lo que perturba a los seres humanos no son las cosas, sino las opiniones acerca de ellas. La muerte, por ejemplo, no es nada espantoso […], lo que nos aterra es la creencia de que la muerte es espantosa.” Aun así, en algún rincón de sus Disertaciones, aunque pretenda tranquilizarnos, nos deja un destello de verdad desoladora: “solo eres un alma que acarrea un cadáver.”

Los consejos de Epicteto ayudan en general a poner el foco en lo importante y no perder el tiempo con tonterías. La lectura del Enquiridión deja en reposo por un momento el trajín de nuestra vida y centra el debate en lo trascendental. Será difícil seguir sus pasos, pero no será en vano escucharle. Marco Aurelio nos recuerda por qué: “Debatimos -dijo Epicteto-, pero no por cualquier cosa, sino sobre si volverse locos o no.”

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