Preferiría no hacerlo

‘Bartleby, el escribiente’ es un cuento largo que narra el aparente absurdo de esa especie de funcionario que prefiere no hacer nada, sin atisbos de emoción

Javier Caravaca. 13/04/2020

Pongamos por caso que llega el jefe a la oficina y te pide por favor que le ayudes a revisar unas facturas. Las facturas las has hecho tú, que eres el administrativo encargado de ello, no hay otro. ¿Qué pasaría si le contestas “preferiría no hacerlo”? Así, sin mueca de soberbia, ni gesto de rebeldía, sino con simple indolencia, indiferente, como si te hubiera ofrecido un chicle que no te apetece. Pues ese nuestro protagonista, un copista que prefiere no hacer algunas cosas, básicamente ninguna.

Bartleby, el escribiente es un cuento largo, casi una novela, que Herman Melville escribió en 1853. Narra el aparente absurdo de esa especie de funcionario, Bartleby, que prefiere no hacer nada, sin atisbos de emoción. El autor hilvana una narración tensa en la que las negativas del protagonista a hacer ninguna cosa, incluso a abrir la puerta del despacho, van desencadenando situaciones absurdas que caminan hacia un final trágico, pero que curiosamente van adquiriendo cierto sentido humano. Melville profundiza en la psicología del personaje para no llegar a ninguna conclusión, dejando un sembrado de actitudes incoherentes que, no obstante, parecen obedecer a algún motivo que se nos escapa. La gran virtud de la obra quizá se encuentre en que la literatura del absurdo, aquella que nos viene a la cabeza cuando pensamos en Kafka, en Camus, en Sartre o incluso en Valle-Inclán, está a más de cincuenta años de distancia todavía de Bartleby. La condición de escritor frustrado, por llamarlo de alguna manera, sea tal vez la razón por la cual el absurdo en la literatura tardó tanto tiempo en florecer y lo hizo tan lejos de Manhattan. Melville fue un fracaso editorial incluso con Moby-Dick. De no haber sido así, si se le hubiera prestado la atención que su arte merecía, la filosofía del absurdo y el surrealismo podrían haber germinado a la vez que la fama del neoyorquino. Pero no fue así, su genio artístico solo ha sabido verse, como pasa con frecuencia, cuando el resto de la masa retrasada estaba madura para entenderlo.

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No obstante el absurdo, Melville avisa al principio del cuento, con sutileza, de la existencia de un matiz que le podría dar sentido al comportamiento de Bartleby, o al menos causa. Un pequeño secreto que revela solamente al final, sin levantar la voz, para darle a la trama el golpe que necesita cuando uno ya se había olvidado, y rematar con él la concepción circular de cuento clásico. Lo logra de forma brillante, pero nos adentra también en una más siniestra profundidad que no resuelve los enigmas del alma del funcionario indolente. Al contrario, abre nuevas dudas y absurdos aún más grandes que invitan al lector a quedarse asombrado, pensativo y necesitado de escribir una reseña.

Melville tiene la lucidez poética de las verdades naturales, esa de contarnos algo que ya sabíamos, pero que nadie había caído en la cuenta de pronunciar con belleza. “El constante roce con mentes mezquinas acaba con las buenas resoluciones de los más generosos”, es solo un botón. Pudiera parecer que hablaba de sí mismo.

*Ilustración de Helena Pérez García, Bartleby.

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