Protágoras y Pablo Iglesias

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Javier Caravaca / POLÍTICAMENTE INCORRECTO

03-04-2020

Alrededor del año 100 d.c. Plutarco biografió las vidas de algunos personajes famosos por parejas, uno de la antigüedad griega y otro del esplendor romano, valiéndose del paralelismo que guardaban sus hazañas y caracteres. Sirva como ejemplo Alejandro Magno y Julio César. La colección fue recogida en su magnífica obra Vidas Paralelas. De Protágoras no hace biografía, aunque lo menciona en la vida de Pericles.

Protágoras tal vez no tuviera parangón en Roma, y quizá nos falte un Plutarco para darse cuenta de las semejanzas que llevan las aventuras de Pablo Iglesias y las del griego. A excepción del final, el camino es paralelo. Obviamos -el lector me perdone- la distancia intelectual.

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Si hacemos caso a Apolodoro, Protágoras nació en Abdera en 485 a.c., y si no en Teos, pero eso es lo de menos. Fue pionero en viajar por el mundo aconsejando a gobiernos y cobrando honorarios por sus enseñanzas, singularmente elevados. Platón lo considera el primer sofista profesional, profesor de «virtud», entendida como habilidad para tener éxito mundano, no para perseguir el bien. Nos recuerda que amasó una fortuna mayor que la de Fidias y diez escultores más. No nos hacemos una idea de lo que significa eso ahora, pero en aquellos tiempos debía ser como la fortuna de Ronaldo y otros diez. Espero que el lector me disculpe lo profano de la comparación, pero es que Fidias era muy famoso. Protágoras terminó en Atenas bajo la protección de Pericles, el brillante político de la edad dorada ateniense. Allí lo retrata Platón, en su diálogo Protágoras, en la mansión de Calias, rodeado de intereses comerciales, políticos, artísticos y militares. Entre unos honorarios y otros, Pericles le encargó la redacción de la constitución de Turios, donde estableció, con gran sorpresa de todos, la educación pública y obligatoria, vehículo maravilloso para seguir cobrando de sus enseñanzas, por fin a todo el mundo y por ley. A Protágoras me refiero, no a Pablo.

Se le considera el padre de la sofística. El sofista, en aquellos tiempos, era aquel que mediante el uso de la retórica enseñaba la importancia de las palabras para influir en los ciudadanos. Hoy, el sofista es también el que se vale de sofismas, es decir, de argumentos falsos con apariencia de verdad. Y no por nada hemos llegado a esa definición, pues los sofistas abandonaron el estudio de la naturaleza y la búsqueda de la verdad de los filósofos presocrácticos para pensar solamente en el hombre y en la sociedad. Constituyeron la dialéctica como arte de ganar los debates, la argumentación como medio para derrotar al adversario y convencer a la audiencia, sin importar la verdad del asunto. De ahí su conclusión escéptica: las leyes no derivan de la naturaleza y del bien, sino de la convención humana, de la opinión de la mayoría. Estoy hablando de Protágoras todavía, subrayo.

En Metafísica, Aristóteles ridiculiza su modo de proceder argumental con una lógica elegante, no exenta de ironía: «De lo cual se deriva que la misma cosa es y no es al mismo tiempo, y que es mala y buena al mismo tiempo, y así, de esta manera, reúne en sí todos los opuestos, porque con frecuencia una cosa parece bella a unos y fea a otros, y debe valer como medida lo que le parece a cada uno.» Por su parte, Platón, en el Teeteto, le culpa de anular la posibilidad de hacer ciencia, ya que reduce el conocimiento a mera opinión y no a juicios universales e inmutables. La reputación del filósofo se fue torciendo en general cuando se dieron cuenta de que usaba las palabras y retorcía el lenguaje para mover la opinión pública a donde a él le interesaba y no hacia la razón o el bien común. Diógenes Laercio nos recuerda que «él fue quien, dejando el significado de las cosas, indujo las disputas de nombres; dejándonos aquel modo superficial de argüir que todavía dura.» Diógenes no imaginaba cuán eterno iba a ser ese «todavía dura». Al final se dio cuenta de que en su relativismo, donde todo vale y nada es verdad ni mentira, predomina la fuerza del más astuto y la convivencia se hace insegura. De algún modo advirtió que si alguien lo superaba en dialéctica no tendría ningún criterio de justicia objetivo al que apelar para defenderse. Protágoras, insisto, no Pablo.

En la última parte de su vida sufrió el repudio y la condena de la sociedad ateniense. Algunos títulos de sus obras ayudan a entender por qué: El arte de disputar, De la República, De la ambición, Juicio sobre la ganancia, De contradicciones. Tuvo que huir en un barco rumbo a Siracusa, como los ladrones, porque fue sentenciado a muerte, quizá desterrado, nunca lo sabremos. Sus libros se quemaron en el foro. No se supo más de él. Al decir de Eurípides, se ahogó en el mar. Protágoras, obviamente.

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