Antonio Gil-Terrón Puchades
15-09-2019
Hablamos con reverencia de la conciencia como si esta fuese un ente absoluto por encima del bien y el mal, capaz de juzgar con ecuanimidad nuestros actos; y la verdad es que muchas veces hablamos por no callar.
Pocas cosas existen que sean tan maleables y prostituibles como la conciencia personal. Y es que la conciencia termina por acomodarse a la mente, y la mente a la cambiante moral social, esa que dictan y cambian a su antojo los gurús de lo políticamente correcto, marcando modas y tendencias.
Nunca he soportado las tendencias.
Con el transcurso de los años y guiándonos por el Derecho Natural, podemos sensibilizar nuestra conciencia mediante la práctica del bien y el alejamiento del mal, lo cual hará que en el momento que nos desviemos de nuestro código de conducta habitual, se disparen todas las alarmas, llegando incluso a perturbar nuestro sueño.
Pero también se puede endurecer la conciencia mediante la práctica del mal, tanto por acción como por omisión, hasta llegar a un punto en que, en el paroxismo del egoísmo animal, la conciencia y su tabla de valores tengan el mismo valor que un juez corrupto y amoral aplicando justicia en plena borrachera.
Sin ánimo de hacer proselitismo, aunque también, más fácil lo tenemos los cristianos practicantes, al tener como referencia inmutable a la hora de fijar los límites de nuestra conciencia, lo predicado por Jesucristo y recogido en el Evangelio.
Todo lo demás no deja de ser una conciencia de “buffet” libre.
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