La derecha no tiene quien le escriba

Enrique Arias Vega / A CONTRACORRIENTE

Jueves, 02 de mayo de 2019

Santiago Abascal reconocía en el programa televisivo de Ana Rosa Quintana respecto a los medios de comunicación que “hemos minusvalorado su capacidad de conformar la opinión pública”. En efecto. Y eso ha resultado especialmente letal para él porque los medios de comunicación están escorados obviamente a la izquierda.

Es lo que tiene el signo de los tiempos y la rapidísima subversión de valores tradicionales. Por ejemplo, en menos de diez años, Harvey Wenstein ha pasado de ser un admirado magnate de Hollywood a un repugnante acosador de cualquier mujer que pasase por su lado.

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Hábilmente, la izquierda ha sabido hacerse con ésa y otras banderas del llamado movimiento LGTBI, cuando históricamente esas conductas sexuales eran condenadas por el marxismo clásico como “aberraciones pequeño burguesas”. Algo similar pasó con el voto femenino, cuando las diputadas republicanas Victoria Kent y Margarita Nelken decían que “poner un voto en manos de la mujer es hoy, en España, realizar uno de los mayores anhelos del elemento reaccionario” porque acabarían votando lo que les dijesen los curas.

Pues bien: pese a esa contradictoria historia, la izquierda se ha apropiado de los valores de progreso, del Me too y todo lo demás, y a la derecha no le ha quedado quien le escriba. Cuando Luis María Ansón, convirtió su viejo proyecto El Nacional en un diario llamado La Razón, para competir con los periódicos progresistas, a quien perjudicó real e inicialmente no fue a ellos, sino a la triste y reculante derecha refugiada en ABC y en El Mundo.

Algo parecido sucedió en los medios audiovisuales. Espoleada por el modesto éxito de Intereconomía, La Conferencia Episcopal creó el Canal 13, para combatir con él las incipientes La Cuatro y La Sexta. No las afectó en absoluto; lo que consiguió en cambio fue hundirse ella y de paso cargarse la cadena de derechas de Julio Ariza. Ya ven el éxito mediático de esos pollos que han conseguido no tener quién les escriba, quién les oiga ni quién les crea, atribuyéndoseles todo tipo de ideas, tanto las que sí figuran en sus programas, como —sobre todo— las que se les ocurren a sus enemigos, ya sean ciertas o no.

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