El suicidio de Alan García

Alan García

Enrique Arias Vega / A CONTRACORRIENTE

Nunca nadie llegó a la presidencia de Perú con la Popularidad de Alan García en su primer mandato de 1985. Su partido era un invento genuinamente peruano, La Alianza Popular Revolucionaria Americana, aunque su fundador en 1924, el visionario Víctor Raúl Haya de la Torre, presumía de un populismo continental en todo lo que él llamaba Indoamérica, para reivindicar así el legado indígena.

El mesiánico líder, sin embargo, no llegó a arraigar más allá de los límites de su país, aunque se permitió ir a la Rusia revolucionaria de la época y dar consejos al mismísimo Lenin, a pesar de la egolatría legendaria del personaje soviético.

El suyo era un partido en sí mismo de oposición, más que de gobierno, y fue duramente perseguido durante épocas por los sucesivos dictadores. Uno de los suyos, el escritor José María Arguedas, cuenta en su magnífica novela autobiográfica El Sexto el hacinamiento carcelario y la rivalidad interna de los presos comunes, los comunistas del carismático José Carlos Mariátegui y los apristas, en el horrible penal situado en un islote a escasos kilómetros de El Callao.

El anticomunismo visceral y con vetas fascistas del APRA acabó siendo finalmente determinante en su éxito electoral, del que se aprovechó entonces un jovencísimo Alan García, quien volvió al poder en 2006, con su imagen pública ya mellada, apoyos más que discutibles y una perenne sombra alargada de corrupción política.

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Claro que eso, en Perú, es la norma y no la excepción entre sus sucesivos presidentes, sean del signo que fueren. A fecha de hoy están detenidos, procesados o imputados los cinco últimos: Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski.

Con su suicidio, Alan García se ha evitado la cárcel en la vejez, pero no ha dejado resuelto el caso de compra de votos por la corrupción de empresas y de narcotraficantes. Lo que sí ha conseguido, en cambio, es dar un golpe casi de gracia al aprismo, algo que no habían logrado en la historia sus sucesivos enemigos.

Salvando el tiempo y la distancia, lo suyo viene a ser parecido a lo de Carlos Hugo de Borbón-Parma, el último líder del carlismo español que, al cambiar la ideología reaccionaria de sus siglas por el socialismo autogestionario, acabó de una vez con todas con la discusión dinástica de nuestro país.

Al menos, ese resultado de su inmolación se lo debe Perú a quien nada mejor hizo por la nación en su dilatada vida política

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