Este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar; más cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar. (Jorge Manrique)
José González Núñez/hoyesarte.com.- El deseo de viajar es innato a la condición humana. El ser humano es ante todo un “ser viator”. Para conquistar la naturaleza humana, el hombre tuvo que ponerse de pie y dar el primer paso. Luego, cuando comenzó a preguntarse acerca de aquel rostro que veía reflejado en el agua virgen de los lagos, sintió el irrefrenable deseo de llegar hasta donde la imaginación y su afán de conocimiento lo llevara.
Si logró salir de las lentas tinieblas de la animalidad fue, antes que nada, por su aspiración a otra realidad, por echarse a andar en busca de aquello que le hiciera comprender las verdades del mundo y del hombre, por aventurarse en el camino que habría de llevarle a cruzar sus propias fronteras y acercarse a la alteridad.
Se ha llegado a afirmar que el Jardín del Edén no sería más que una fantasía atávica y que Adán y Eva comieron el fruto del árbol prohibido no por el anhelo de “ser como dioses”, sino por el afán de conocimiento, el ansia de “ver mundo” y el empeño de ir a los lugares para contarlo, para poder hacer una narración de lo otro y dejar constancia del deseo de ser otro.
Por eso, no es de extrañar que el viaje se convierta en el soporte de la literatura y que prácticamente todos los caminos literarios conduzcan al viaje, la gran metáfora de la vida. Según cuenta el escritor mexicano Fernando del Paso: “El viaje, como imagen de la vida, y el viaje como aventura de la imaginación, han sido dos constantes de nuestro pensamiento. La vida es un viaje de la luz a la oscuridad y, al mismo tiempo, de la oscuridad a la luz”. Y apostilla David Le Breton: “Es el viaje el que nos hace y nos deshace, nos inventa”.
La cultura occidental, surgida a principios de nuestra era como una mezcla del concepto circular de tiempo, característico de Grecia, y el concepto lineal de tiempo, propio del cristianismo, adquiere su identidad con la idea del viaje, que implica movimiento, pero también cambio: un hombre sale de viaje y es otro el que regresa o ya no vuelve (Julio Camba). El escritor trata de dar testimonio de cómo el viaje lo cambia a uno y lo enfrenta con su propia esencia. Al mismo tiempo, al escribir, va arrojando a las páginas en blanco nuevas migas de conocimiento sobre el punto de partida, el lugar de destino y, sobre todo, del propio camino que se va haciendo al andar, el cual recomendaba Constantino Cavafis que fuera rico en experiencias.
Pues bien, León Felipe tuvo desde la cuna que le mecieron con cuentos una irresistible vocación andariega. Viajero por tierras y mares, amante del tren como medio de transporte, el sino errante del poeta parecía estar escrito en su apellido paterno: Camino. Felipe Camino Galicia de la Rosa.
Él mismo, en una carta dirigida al poeta Gerardo Diego en 1934, resume su andar durante su primer medio siglo de vida: “Nací el 84 en un pueblo de Zamora; después viví en la sierra de Salamanca hasta los nueve años. Entonces me llevaron a Santander. Allí estudié primaria con Don Quintín. ¡Dios le bendiga! Es el único maestro que recuerdo con amor. Acabé el bachillerato en Santander y estudié en las Universidades de Valladolid y de Madrid. En Madrid me licencié en Farmacia. De hombre ya, mi vida es sucia y fea. Para borrarla, y un poco a la desesperada, me fui a África. En el golfo de Guinea pasé cerca de tres años. Después, haciendo una pequeña escala en España, me vine a América, pasando por México, donde me casé, entré en los Estados Unidos. Allí he vivido seis años. Cuatro en la Universidad de Cornell como instructor de Español”.
La metáfora del viaje conduce la vida y la poesía aventada, sin verbo raro ni palabra extraña, de León Felipe. No en balde sus dos primeros libros llevan por título Versos y oraciones del caminante, con objeto de dejar clara su condición de andariego, siempre a la aventura de buscar su destino. Sin embargo, León Felipe no es un viajero más, no viaja de una forma cualquiera. En León Felipe el viaje es siempre una salida al exterior y, por tanto, una manera de ir hacia lo otro, hacia el otro (“Yo eres Tú también”), de experimentar nuevas experiencias y adquirir nuevos conocimientos, pero, al mismo tiempo, es un viaje reflexivo e interior, ese que, en palabras del poeta William Carlos Williams, lleva a “los jardines secretos del yo” y permite contemplar la geografía humana desde la superficie de la piel hasta el fondo mismo del alma, en cuyo último recodo se encuentra el corazón, al decir de Ramón Gómez de la Serna.
Por otra parte, León Felipe no es un viajero al modo de Ulises, sino al de un peregrino que se desplaza entre dos mundos, el terrenal y el celestial, hacia la definitiva morada eterna. Desde el punto de vista del peregrinaje, la existencia humana se vislumbra como el camino físico que se recorre de un lugar a otro con un objetivo más o menos material -desplazamiento horizontal-, pero también como el movimiento personal que se hace con una finalidad espiritual -desplazamiento vertical- (el viaje va “de la arcilla a la luz”). Ambos caminos se dan en el poeta trashumante, que no solo había aprendido en los Libros Sagrados que el destino del hombre es andar, sino que había escuchado a Miguel de Cervantes decir que “la mejor posada es el camino”, y prestada atención al consejo que su amigo Antonio Machado daba al romero: “para ir a Roma, lo que importa es caminar”. De acuerdo con José Paulino, León Felipe es “el viajero que no tiene un espacio y un lugar propios, sino que recorre todos los espacios: pueblos, estaciones, estrellas, con una esperanza: llegar a identificarse con el viento traspasado por la luz”.
Una atenta lectura a su modo de ir redactando la vida a través de los Versos y oraciones del caminante, nos revela su singular interpretación del peregrinaje. En el primer prologuillo ya encontramos esta declaración: “Nadie fue ayer,/ ni va hoy,/ ni irá mañana/ hacia Dios/ por este mismo camino/ que yo voy./ Para cada hombre guarda/ un rayo nuevo de luz el sol…/ y un camino virgen/ Dios”, mientras que en el poema Como tú compara su vida como la de una piedra aventurera, pequeña y ligera, como un canto rodante, un guijarro humilde de las carreteras. Sin embargo, será en el poema Romero solo… donde el poeta reclame más claramente la aventura peregrina: “Ser en la vida/ romero,/ romero solo que cruza/ siempre por caminos nuevos;/ ser en la vida/ romero,/ sin más oficio, sin otro nombre/ y sin pueblo…/ ser en la vida/ romero… romero… solo romero./ Que no hagan callo las cosas/ ni en el alma ni en el cuerpo…/ pasar por todo una vez,/ una vez solo y ligero, ligero, siempre ligero”.
La trashumancia entre España y América termina en 1938 y su andar errante, como un “caballero andante de la poesía” por los caminos del Nuevo Mundo, en 1948. En los años siguientes, vive sin interrupción en Ciudad de México, viviendo como “español de un mundo poético que está en otras dimensiones que el mundo histórico español”.
Tras la muerte en 1957 de Berta, su mujer, le invade el silencio. León permanece callado y parece dar por concluida su obra poética, y aun su vida. Sin embargo, ocho años después, busca la tangente por la que escaparse del círculo sin esperanza de la noria y del reloj con la publicación de ¡Oh, este viejo y roto violín!
Siente deseos de volver a España, pero cuando llega el día de realizar el viaje, decide quedarse en la cama y no levantarse para tomar el avión. Se despide con la Carta de viaje dirigida a su pequeño amigo Benito: “La vida, nuestra vida no es más que una/ estación de llegada y de partida/ y la muerte un cambio de tren,/ un pequeño trasbordo./ Detrás de nosotros quedan muchas estaciones/ donde hemos parado ya unos minutos…/ Y delante… mira, Benito,/ mira todas esas estrellas allá arriba…/ todas nos esperan,/ todas son estaciones en espera (…). Hala, hala, hala, a caminar, a caminar/ a viajar… a viajar/ hasta que lleguemos a la Gran Ciudad”.
De esta manera, pone el punto y final a su obra como la había comenzado: con el viaje como la gran metáfora de la vida, como el tema central de la obra literaria, con la humildad suficiente para que su poesía esté fundamentalmente determinada por el recorrido del camino, y no por el viajero, aunque bien pudiera explicar su vida con sus versos, sacar su biografía de sus poemas.
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