El PRÉSTAMO
Que los niños crezcan y se hagan autónomos, no ocurre de un día para otro, pero lo que siempre ocurre, es que te pilla con el motor ‘mamá helicóptero’ a todo Full Speed, y entonces no sabes qué hacer con tanto control, tanto plan, tanto ya voy, ya voy, no puedo estar en todo, no tengo seis manos, son las ocho y no me he sentado en todo el día.
Se hacen grandes, que no mayores, y tú ves acotado tu espacio y supremacía. Tu sombra es larga y alargada, pero cada vez más sutil su proyección en la arena fina, en el folio en blanco que escriben con sus manitos locas. Eres mamá, su mamá, pero hay cosas en las que tu omnipresencia menoscaba sus derechos fundamentales de chulería y porte. En el parque, para qué decir…
– Nicolás, siéntate bien en el columpio, que te vas a caer… – Corro como una gallina vieja, viendo ya la piña, la barrita de la pupas y el ay, ay, ay.
– Mamáááá… – Mi mayor, circunspecto, me invita a que me esté quietecita. Y me lo estoy, claro.
– ¡Sujétate bien…! – Lejos pero cerca, ajena pero propia, no dejo de mirarlo a cierta distancia, mientras controlo al bebé, que salta en una cama elástica intentado llegar a las nubes, mira cuántas nuuuuubes.
– Mamááá… – Nicolás quiere decirme algo, pero no lo dice. Como una partida al Tabú, interpreto sus gestos. ¡Aaaaah, valeeeee!
– ¿Esa niña no es…? – Toda yo perspicacia, señalo a una lindeza de pelo moreno, con lazo enooooooooooooooooooooorme en el pelo, una falda de tutú y botitas de purpurina. Madres de niñas del mundo, me declaro vuestra más rendida fan: he visto bailarinas del Bolshoi con menos brilli-brilli.
– SíMamiEeeeeesPeroooVeteACuidarALoorenzoooooooooooooooo… – Nicolás se columpia tanto y tan alto, que temo salga volando por los aires, cual catapulta del Medievo. Niño vaaaa – ¡Aaaauuuuuuuu…!
Y niño fue.
Si antes corrí como una gallina vieja, ahora parezco un pizzero en entrega express. Aunque las alas de madre son famosas por su todo lo puede, llegar a tiempo de que aterrice en mis brazos, es tarea imposible. Ya erguido, luchando contra sus ganas de llorar a moco tendido, me mira y exclama:
– Estoy bien, mamá. Todo bien…
Se toca el culete, las costillas, un codo y va medio patizambo de una pierna. No está bien, al menos, no tanto como cuando llegamos al parque, y me preguntaba y repreguntaba si lo iba a empujar muchísimo en el columpio. De aquello hacía diez minutos, tiempo más que suficiente para que todo hubiese mutado, como por arte de magia, esa magia que se llama atracción entre seres humanos y humanitos.
– Mamitaaaaaaaaaaaaa, Nicolás se dio un buen porronchazo, eeeeh… – Lorenzo, que salta y salta y salta, pero no se le escapa una, tiene un ataque de penita por su lacerado hermano, pero es tan indescriptiblemente atractiva la sensación de ser un muelle, que no puede parar – ¡Abrázalo, jováááá…!
– Ya lo abrazaba, ya… – Le acaricio la cocorota, al tiempo que pienso si la vida no pasa rápido y lento, muy rápido y muy lento. Bueno, pasa, que eso ya es importante, porque el otro plan, me seduce mucho menos, nos ha j*dío – Pero no me deja, Lorenzo. Tu hermano no quiere sana, sana, culito de rana…
– ¿¡Que no quiereeeee culito de ranaaaaa…? – Choing, choing, choing, choing, salta sin tregua – ¿Y por qué no quiereee culito de ranaaaaa…?
Miro a mi mayor, jugando a escalar por el tobogán, de abajo arriba, pasándose los buenos modales (que los tiene) y el civismo (que practica) por la mismísima bolsa escrotal: macholear es un hándicap, desde que el mundo es mundo. ¿El tinglado aquel del antojo de Eva por la manzana fresca?, ahí lo tenéis; sin pensar, sin valorar consecuencias, a dolor, como un gladiador en la arena y con una sola cosa en mente: Eva y las cositas de Eva. Y cual Adán 3.0, mi hijo mayor se afana por vencer su vértigo, su rechazo a tocar los columpios mojados y a su temor de que por el tubo aparezcan los pies de un Bigfoot, dispuesto a arrollarlo.
– ¡Nicolás, qué rápido subes…! – la niña-linda de la falda de tutú y lazo grande como la antena parabólica de Movistar+, corea la destreza de mi hijo. Sensaciones encontradas me invaden: en otras circunstancias, yo sería la madre de los Morancos, gritando Josuaaaaa no te metas pa’lo jooooondo. Pero hoy, con mi niño poniendo a prueba su resistencia a lo que no le agrada, con las alitas de pavo real a punto de convertirlo en Ícaro, rumbo al sol, me dejan mudita (en serio, soy capaz) y con el corazón en un pellizco.
– Mamiiiiita, ¿la amiga de Nicolás de qué se ríe taaaaantoooo…?
Lorenzo sigue saltando, con el pelo todo pegadito a la frente, sudando como un pollo al ass. Tengo la impresión de que nos ve a todos en modo elástico, que su visión –bote-bote nos otorga un efecto creciente / menguante muy molón. Me congratula pensar que soy alta por unos segundos en mi vida: pena de una buen minishort para completar el efecto piernas locas e interminables. El caso, Lorenzo decía…
– Mamiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii, que la amiga de Nicolás se ríe tantoooooo: ¿de qué se ríe? – Señalando con el dedo a la niña-tutú, que está sentada en el suelo, observando a mi pequeño Tarzán, tobogán arriba.
– Se ríe de mí, bebé…
Verdad como un templo. Esa niña hermosa, con cara de bollito de leche, ojos vivarachos y dos dientes menos en el frontal de una boca redonda como los finales redondos, se ríe de mí y mi circunstancia. Ella, que es muy pequeña para entender el influjo que ejerce en quien la mira con ojos de no puedes ser más genial, lo llena todo con su imán y su magnetismo. Lo que hace nada era mío y solo mío (a mi niño lo he parío yo: es mío, mi tesorooooo), ahora abre puertas al campo y al olor de las amapolas, esas niñas bonitas, que un día ocuparán en su vida el lugar que merecen y que pinta cómodo y transitable para ellas. Hacer de mis niños unos tipos extraordinarios, capaces de trasmitir estabilidad, dar cariño a manos llenas, de construir un sueño, con princesa de cuento y trenza asomando por la almena, y ser respetuosos y generosos con ese sueño levantado en pareja, sin miedo a sentirse vulnerables, porque ese es el precio del amor verdadero. Ahora que entiendo que soy la madre del príncipe valiente, me debo a mi cometido y a mi adicción a los finales felices.
– Hola, mamá de Nicolás… – La niña-tutú me clava su mirada infinita y entiendo que mi mayor haya aguantado las ganas de vomitar, presa del vértigo no atendido, tobogán arriba – ¿Puede venir Nicolás a merendar a mi casa mañana?
– Pues habría que preguntárselo a tu mamá, reina… – Noto que alguien me toca el hombro. Me giro, y veo a la otra pieza del puzle.
– Creo que tú y yo vamos a pasar mucho tiempo juntas… – La madre de la niña se ríe y le da a la cabeza – ¿Lo dejas venir mañana a merendar?
– ¿Felices y comieron perdices…? – Me río e inquiero, jocosa.
– No, bocata de Nocilla y maratón de Bob Esponja, que son muy pequeños para compromiso…
Lorenzo, que ya es todo él un pollito sudado, deja caer el culo en la cama elástica, aprovechando el movimiento de los otros niños, que continúan saltando. Atento siempre a todo, que no tengo un niño, tengo un radar de la marina, pide su parte en el festejo.
– ¿Y yo también puedo ir a merendar? – Ojos de ratón pa’comerlo. Decirle que no debería ser el enésimo pecado capital.
– No, pequeño, tú y yo vamos de paseo. Es un plan de Nicolás… – Arguyo, como queriendo cerciorarme de que autorizo esta emancipación emocional, que cedo en préstamo a la mitad de lo que más quiero.
– ¡Joooooooooooooooooooooo, yo también quiero un plaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaan…!
¡Tate, qué os dije! Mamás de varoncitos: ellos siempre quieren un plan. Después no digáis que no os lo he advertido, chatitas J J J
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