LA HIPERTROFIA DEL ESTILO

EL ARTE DE ESCRIBIR

La «hipertrofia del estilo».

Si toda narración se escribe para ser leída, para conseguir la atención del lector, hace falta algo más que la pura técnica. La narración, además del más depurado estilo, exige nervio, fuerza, viveza.

Son muchos los narradores -sobre todo de la última generación- que dominan perfectamente la técnica y, sobre todo, el estilo narrativo. «Se las saben todas», como suele decirse y, sin embargo, sus narraciones resultan frías, como faltas de vida. Carecen de ese vigor imaginativo, requisito esencial del arte de contar o de narrar.

Por todo ello -y aunque nosotros hayamos procurado disecar el proceso narrativo-, resulta un tanto artificioso hablar, en arte, de problemas de forma y de fondo. En el verdadero artista creador, el fondo y la forma son una misma cosa: lo que se dice y cómo se dice emergen al unísono de la propia fuente creadora. El impulso narrativo, como toda fuerza natural, lleva ya en sí mismo, en su propia esencia, la forma: es decir, lo que va a ser, al nacer, no es una figura informe, sino criatura viva, indiferenciada, individual y específica: nace ya formada.

Ahora bien, puede suceder -de hecho sucede en la mayoría de los casos- que aquella forma original no sea perfecta. Entonces es cuando es preciso acudir a la sabiduría, a la técnica, a la estilística, para corregir defectos. Aunque siempre habrá que respetar, al menos, las líneas fundamentales de la forma primera.
Escritores hay -y pintores también- que, a fuerza de retocar una obra, acaban por deshacerla materialmente, por desfigurarla.

No conviene la excesiva autocrítica porque puede ser causa de esterilidad en el artista. La suma perfección no es posible al hombre. Bueno es tenerla a la vista, como lejano punto de mira, como meta olímpica hacia la que se corre… sin estar seguro de alcanzarla. El peligro de la excesiva preocupación estilística y técnica ha sido visto muy claramente por J. Middleton Murry en su obra El estilo literario.

«La técnica -escribe el autor citado- empieza a cobrar vida propia. Se adorna de complicaciones, sutilezas y economías que bailan en complicados diseños en el vacío. La obra del novelista escapa al gobierno de la verosimilitud; insensiblemente, el escritor renuncia al privilegio propio de la creación artística, al arduo goce de obligar a las palabras a aceptar extraño contenido y nueva significación, a cambio de la sutil y estéril satisfacción de contemplar cómo giran obedientes a su propia ley».
Es lo que el propio autor citado llama «hipertrofia del estilo», «una especie de vitalidad -dice-, pero es la vitalidad de la cizaña y el hongo …».

Guyau considera a «la obsesión por la palabra» como uno de los rasgos característicos de la «literatura de decadentes y desequilibrados». «En la irregularidad del curso de las ideas -escribe- se levanta aislada una palabra, llamando por completo la atención de los trastornados, aparte de su sentido.
La prueba de la impotencia de espíritu es precisamente esta potencia de la palabra, de la palabra que choca por su sonoridad, no por el encadenamiento y la coordinación de las ideas.»

Y más adelante dice este autor: «En una obra decadente, en lugar de estar hecha la parte para el todo, es el todo el que está hecho para la parte … La palabra, ése es el tirano de los literatos de decadencia: su culto reemplaza al de la idea … »
«El genio raya en locura -apostilla Guyau- siempre que el artista siente demasiado la imperfección de su obra y se obstina en perfeccionarla ante el modelo inimitable, sin darse cuenta de que hay un límite en que el arte se transforma en divagación.»
Contra los peligros enunciados de «hipertrofia» o hinchazón del estilo y de la excesiva autocrítica esterilizadora, sólo se nos ocurre recomendar al autor novel que sepa mantenerse en su nivel, que sea fiel a sí mismo y que no pretenda metas inalcanzables·.
Midamos, pues, nuestras propias fuerzas y no nos lancemos tras una «marca» sobrehumana. En las tareas intelectuales, como en las competiciones deportivas, no conviene desgastarse inútilmente en esfuerzos desmesurados, porque -como el corredor en la pista- se puede caer extenuado antes de alcanzar la meta.

El heroísmo tiene un límite marcado por la prudencia. Fuera de este límite, el esfuerzo heroico queda en simple temeridad.

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