LO QUE NO DEBE SER UN NARRACIÓN

EL ARTE DE ESCRIBIR

Lo que no debe ser la narración.

Expuesto ya, en líneas generales, cómo debe ser la narración, veamos ahora -complemento de lo dicho- lo que debe evitarse, lo que no debe ser la narración:
Demasiado esquemática. -Los hechos, «per se», no tienen gran valor si no se sabe valorarlos, matizarlos, descubriendo su «voz interior».
Intrascendente. -El realismo vulgar no interesa a nadie.
Rebuscada. -Pecado en que se cae por huir de la vulgaridad, es decir porque no se supo valorar lo natural.
Falsa. -Por falta de verosimilitud en lo que se cuenta.
Lenta. -Es decir, morosa, por no haber sabido tachar, suprimir, lo innecesario.
6. Confusa. -Porque no se dieron algunos toques esenciales para que el lector comprenda.
7. Pedestre. -Es decir, plebeya, de mal gusto. Vicio éste en el que suele caerse por un malentendido naturalismo. Es el tremendismo soez, hoy en boga entre no pocos escritores.

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Detengámonos unos instantes en este punto.
Lo fácil en arte es lo excesivamente natural, es decir …, lo que el hombre tiene de común con los animales. Describir cualquiera de las funciones fisiológicas humanas, quedándose a ras de tierra, es tarea al alcance de cualquiera. Lo que define al hombre y lo distingue del resto de los animales, no es el sometimiento al instinto, sino el elegante dominio de las pasiones instintivas. Lo bello está en sublimar lo puramente fisiológico, dándole trascendencia.[/mks_pullquote] Esto en cuanto al tema. En lo que se refiere al vocabulario, escritores hay que creen ser muy originales empleando expresiones vulgares, de mal gusto, plebeyas. Tales expresiones, en último caso, pueden ser legítimas en boca de uno de los personajes del relato; nunca provenir de la pluma del autor.
Y si el autor se decide por tocar algún detalle, digamos, fisiológico, ha de hacerla con elegancia o con gracia. Tal, por ejemplo, el siguiente párrafo de Camilo José Cela (cap. VIII de «Judíos, moros y cristianos»), digno de Miguel de Cervantes, y que dice así:

«Poco antes de llegar a Piedralaves, el vagabundo, por mor de hacer del cuerpo la sandía de Lanzahita, que se conoce que ya le había bajado lo bastante, se llegó hasta un arroyuelo -quizás el Venerito; puede que aquel que llaman de la Zarzosa; a lo mejor, el que Buitrago nombran; es posible que el bautizado Muñocojo-, donde pudo escuchar una voz de graciosas y cristalinas fragancias, que le sirvió de hermoso contrapunto a la necesidad. En aquellos momentos, y arrullado por música que, en sus argentinos gorjeos, dijérase celestial, el vagabundo, mientras obraba, se sintió poderoso como un rey. El vagabundo, ocupado a su saludable y aligerador menester, no pudo sonreír, en acción de gracias, a la dueña -que siempre imaginará elegante y esbelta como un hada- de cuerdas bucales de temple tan gentil»

8. La narración, finalmente, tampoco debe ser pedante, porque un relato, aunque lleve implícita una lección moral, no debe confundirse nunca con un tratado de pedagogía, urbanidad o filosofía.

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