Pedro Hermosilla
No sé si os pasa a vosotros, compañeros, pero cada vez que paso por una evaluación llego desesperado a casa y con ganas de ahorcarme desde el primer cajón de la cómoda (porque una cosa es colgarse y otra es realmente hacerse daño). Me invade la zozobra y me rodea un tufillo a fracaso del que me es casi imposible desembarazarme. Cada vez se instala más en mí la idea de que un masoquismo exacerbado es intrínseco a la actividad docente, como si fuera una asignatura troncal del grado de magisterio.
Entiendo y comparto que hay que analizar y valorar errores y fracasos en las evaluaciones, dado que eso nos hace avanzar y mejorar con las propuestas de mejora. Pero me sabe a cuerno quemado que apenas se les dedique tiempo a los alumnos excelentes, a los héroes del pupitre, a los líderes del esfuerzo, la chispa y el talento.
Lo cierto es que ellos triunfan con nosotros, o a veces a pesar de nosotros, y lo tienen todo en contra: compañeros disruptivos, profesores muchas veces desmotivados, una sociedad de pazguatos televisados y televidentes, unas leyes educativas que parecen escritas por grillos y unos valores estrictamente basados en el postureo y el parné.
Por ellos levanto mi copa y brindo al sol de la excelencia. Reclamo un sitio destacado para ellos en las evaluaciones, un pódium de admiración; porque su buen hacer y su buen ser nos motiva y nos ilumina.
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