ÉCHAME A MÍ LA CULPA
Noe Martínez
SUGERENCIA MUSICAL, Échame la culpa, de Luis Fonsi
Esos días en los que caminas despacito, porque el tiempo no apremia y no tienes un rumbo fijo (vacaciones, ese delicioso estado mental). Caminas, porque quedarte parada no conduce a nada más que a ser abordada por un promotor cataplasma de cualquier ONG que busca firmas para lo que sea, pero que más que pedirlas, acosa hasta que echas la rúbrica, con tal de que no te persiga.
Vale, pues en esas estoy, escapando de los tentáculos de un gordito guasón, que sin conocerme, llama mi atención al grito-sonrisa de guapa, si tienes un minuto, te cuento lo que pasa en África. Y no es que no me interese lo que acontece en el continente vecino, que vaya por Dios que sí, sólo faltaba, lo que pasa, es que ya me interesó ayer, con otro fulano menos gordito pero con tanta barba que parecía un seto de tuyas, y que, en lugar de guapa, se refirió a mí como reina. Y no, no es que me seduzca más lo de sentirme una cabeza testada, es que cuando estaba haciendo la del chepas, fingiendo llamada en el móvil mientras le doy esquinazo, tropecé y casi arrollo al bearman, que acabó empotrado contra el escaparate de Multiópticas, exclamando morena, que me escoñas. Una mezcla maravillosa de culpabilidad y vergüencita torera (Jesusito de mi vida, que no me haya visto nadie, marcándome un Chiquito de la Calzada, en su magnífico tedacuéééén) me empujó a firmar lo del asunto de África. Qué decir tiene, que eran tantas mis ansias de abandonar el lugar, que le hubiese firmado sin leer, una donación de órganos: tengo un juanete que da para dos, así que sírvase a voluntad.
El caso, es que hoy es uno de esos días en los que camino bajo un sol ocioso pero congelante (hace un viento frío que hacen de mi nariz un Mikolápiz), con el único propósito de oír, ver y callar; bueno, lo de callar ya se verá, porque soy medalla olímpica de blablablá-snorkel: con el tubo, las aletas y las gafotas tipo soldador, viendo pasar peces que parecían querer comerme, le conté a mi maridito un sinfín de cosas urgentísimas bajo el agua. Él, que ya pasma poco con mis NoeCositas, me miraba, a través de sus otras gafotas tipo soldador, sin hacer gesto alguno. Ya fuera del agua, y sin perder un ápice de mi colosal coreografía para deshacerme de las aletas (Virgen santa, hay números del Circo del Sol con menos gracia), me dice, desc*jonado:
– Noe, eres el único ser humano que no deja de hablar ni debajo del agua: deberíamos sacarle partido a esto, no me digas.
No lo hemos rentabilizado, porque tampoco sé qué dineral nos reportaría tal habilidad, salvo que fuésemos concursar a Factor X, cosa que no se me ha pasado por la cabeza nunca, y menos desde que tenemos niños, porque lo del bulling de patio es una cosa que me pone la felicidad patas arriba. Me los imagino a los pobres, lidiando con ‘la mamá de Nicolás y Lorenzo es un loro acuáticooooooo, la mamá de Nicolás y Lorenzo es un loro acuáticooooooo, la mamá de Nicolás y Lorenzo es un loro acuáticooooooo’ y me entran unas ganas de levantar la pierna a lo Jackiechán y empezar a repartir leña molinera, que no veas. Lo dicho, que en pro de la salubridad emocional de mis niños, hemos pospuesto nuestro proyecto de vivir de mi verborrea submarina. Todo un sacrificio, claramente…
– Chica, pues a mí, desde que nacieron los niños, donde más me saludan es en el supermercado, porque no salgo de allí. No tuve niños, tuve pirañas…
Mientras camino, les sigo los pasos a dos chicas de mi edad. Esperad, lo voy a escribir otra vez, que me ha sentado bien. A dos chicas de mi edad (adolescentes del mundo, si volvéis a preguntarme la hora, a la orden de ‘señora’, lo mismo os respondo con un ‘las cuatro y media, muchachito grano infierno’: ¿a que duele, eeeeh? ¿A que duele, eeeeh?). Una empuja un carrito de bebé, pero sin bebé, que debe estar en la guardería, en casa de la abuela, en el parque con la suegra. La otra lleva una mochila gigante del Real Madrid y un balón de fútbol, que le da un mal caminar increíble. Hace números acrobáticos para que no se le caiga, pero no deja de hablar (a esta, si la dejan, me quita la medalla de blablablá-snokel, como si lo viera…).
– ¡Tal cual! Yo, desde que nació Jimena, hago la compra por Internet. El repartidor viene tanto a casa, que me manda felicitaciones de navidad por WhatsApp…
La del carrito, se ríe, pero sé que lo que cuenta, no es un decir: es verdad. Seguro que lo es, porque los repartidores de lo que sea, son muy de guardar tu número por si a la hora del reparto no estás, y te tienen que llamar un millón de veces, hasta que cojas (ya puedes estar haciéndote el láser en el bigote u operándote de almorranas, que el móvil no para de sonar y sonar y sonar y sonar hasta que coges) para no volver a traerte el pedido al día siguiente. Llegadas fiestas y turrones, estos chicos tan majetes y solícitos, mandan un masivo a todos los contactos de su agenda. Voilá! Así que, ahí estás tú, viendo el perfil animado de WhatsApp de Anselmo, el repartidor, disfrazado de reno y amarrado a su novia, que parece estar moraíta perdida, levantando una copa de champán, mientras se arranca por ‘Rabiosa’, de Shakira.
– Antes de nacer Jorge y Pablo, cenábamos cualquier cosa, chica. Ahora, estos dos llegan de entrenar y me asaltan la nevera. La fruta la compro por cajas y el embutido ya ni te cuento… – La de la mochila y el balón suspira, mientras hace malabares para que el balón no salga rodando, cuesta abajo. Veo que, con la mano, para el balón en la línea del bikini, mismamente – Estoy de la pelotaaaaaa del niñooooo hasta el chichi…
Esa es otra. Que mucho mamá quiero ir a jockey, paddel, kickboxing, bádminton o kunfupanda, pero a la hora de trasladar cachivaches, a los padres siempre nos toca el papel de sherpas. Haz mochilas, lleva mochilas. Trae mochilas, deshaz mochilas. Lava mochilas, claro, porque siempre hay un resto de yogur petrificado (textura moco de alien), una monda de plátano mohoso (textura baba de abuelete en plena siesta) o un Kitkat derretido (textura caquita de lactante), todo ello amenizado con un cromo de la liga, una chapa de los PJ Mask o una carta de amor de la niña que n-o l-e-s g-u-s-t-a, pero que cuando la ven, los ojos se les dan vueltas, como una máquina tragaperras.
– ¡Boh…! Juan me llamó exagerada cuando compré un carrito de la compra para bajar a la playa. Mira que es grande, que lo compré en Decathlon, en el rollo de campistas, pues lo llevamos petado… – La de la sillita de bebé vacía, levanta la voz, como haciendo recuento mental de todo lo que llevan allí dentro.
– ¡C*ñolaplayaaaaa…! – La del balón y el chichi, la corta y se ríe – Pues imagínate nosotros, con los gemelos. Parecía que nos mudábamos, no te digo más. Una vez, un vigilante nos dijo que no se podía acampar en el arenal, y todo porque el cortavientos que llevábamos era una tienda de campaña de las que se montan haciendo click, ¿no sabes?
– ¡Calla! Esas tiendas la carga el diablo. El año pasado mi marido compró una y la accionó en el salón, para enseñársela a mi suegra. Mira que parecen pequeñas en el camping, pero en medio de la sala y tapando la tele, aquello era un castillo… – La chica se ríe tanto, que tiene que parar de caminar, momento en el que un promotor de ONG intenta abordarla, pero, como las madres tenemos sexto sentido en modo retrovisor, apura el paso, dando un codazo a su amiga – ¡Corre, Elvirita, que coge el pesado!
– Lo peor de esas tiendas es recogerlas. Nosotros, terminamos poniéndole cinta americana en los bordes, como si fuera una ensaimada, porque no hay tu madre que las meta en la bolsa… – Y también la creo, porque a mí se me ha ocurrido un millón de veces (pero al final, me he decantado por el celo gordo de embalar, que es más fácil de cortar con los dientes).
– ¡Buenooooo! El día aquel, ni cinta americana ni puntos de sutura: la p*ta tienda no cerraba, y mi suegra protestando porque quería ver el Sábado Deluxe y la tienda en medio de la Smart TV… – La risa era tan estupenda, tan de catarsis nuera revanchista, que metía miedito – Si la ves, en la banqueta de la cocina, que sólo le cabe un cuarto de culo, cuatro horas viendo la tele pequeña, sin dejar de cagarse en la tienda, en mi marido y en su mala suerte, con lo bien que estaba ella en Matalascañas, en casa de su hija mayor.
– Disculpad, bonitas: ¿A que tenéis un minuto para atenderme y os explico lo de África?
¡El de la ONG, oh, mon diéu, las pilló!
– ¡Uy, y cinco también…! – Lo corta la que iba cargada como un peregrino – ¿Ves aquel cartel de Peluquería Pelo’s? Pues te firmo en cinco hojas si me llevas la mochila hasta el portal…
– ¿¡Eeeh…!? – El muchacho estaba preparado para todo tipo de escusas, incluso unos cuantos, no gracias, pesado de los c*jones, pero no para esto – No puedo, es que estoy ocupado ahora mismo…
– ¡Hasta luego, maricamen…! – Le espeta, con sorna y rintitín, sin dejar de reírse, mirando a su amiga – Es que vamos, un curso de anatomía patológica tendrían que darles a estos chicos: a una madre de vuelta al cuartel general hay que reconocerla a leguas.
– ¡No tenemos un minuto, es que se nos huele! Si lo tuviésemos, ya habría un niño gritando mamááááá…
Se ríen a lo loco y les sienta bien hacerlo. Y es que a veces, mirarse por el agujero de la cerradura, como si lo que vemos no fuésemos nosotras sino el chachachá, tiene un qué sé yo reconstituyente, un efecto lifting mejorante que te c*gas, que te ayuda a darte cuenta de que rubias o morenas, altas o bajas, gorditas o flautas, una vez luces galones de mamá en la pechera, no hay moneda de cambio más valiosa que el tiempo, que ya dijo uno una vez que fugit, y tanto que fugit. Mientras eso no pasa, yo apuro mi último día de vacaciones al sol, pensando en que por la tarde hay Kárate y piscina, que el ocio de mis niños no descansa, y además de las culpas y culpitas por llegar siempre asfixiada a todo y cansada como un burrito sabanero, me echo la espaldas macutos, kimonos, gorros de silicona y un montón de ganas de estrujarlos hasta hacerme con el olorcito maravilloso y adictivo que emana de sus cuellitos sudados y tan de mami, hoy lo hice muy súper mega bien, te voy a hacer la Kata y el salto de bombabuceo. Vacaciones, qué bonito nombre tienes…
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