Luis G. del Real
De un tiempo a esta parte, y siguiendo en la línea de sobreprotección a los alumnos que lleva bastante asentada en nuestros centros educativos, se ha pretendido instaurar la falsa premisa de que el error es bueno.
No digo yo que tengamos que cebarnos con los fallos de nuestros chavales pero, en mi opinión, lo que en un primer momento surgió como contrapunto a lo que llevábamos toda una vida haciendo mal en las escuelas (es decir, centrarnos más en los errores que en los aciertos) para motivar en positivo y no tanto en negativo, se ha convertido con el tiempo y, por qué no decirlo, con la ayuda de los «gurús» de las nuevas metodologías en las aulas, en una especie de mantra educativo: «equivocarse es bueno en el aprendizaje». No dudo de que esto sea cierto, aunque sólo en los primeros estadios de la vida estudiantil o ante determinados errores que sean perfectamente subsanables (lo que toda la vida se han conocido como «fallos tontos»), pero miedo me da cuando desde las escuelas nos planteamos bajar el nivel de exigencia en contenidos y objetivos ante las continuas meteduras de pata de nuestros alumnos y cuando ante el fallo echamos mano del «no pasa nada», «es normal equivocarse», «de los errores se aprende», en un ejercicio de «buenrrollismo docente».
Mal lo estaremos haciendo si en algún momento no nos ponemos serios y le damos la importancia que se merece al error y a que hay que evitarlo porque si trasladamos que no pasa nada por cometer errores (todo para eliminar el manido «trauma» en los alumnos), corremos el peligro de lanzar a la sociedad promociones de estudiantes «erróneamente» preparados.
Si un cirujano se equivocara al hacerle una incisión a un paciente, nadie le daría una palmadita en el hombro y le consolaría con un: «no pasa nada, hombre, errores los cometemos todos».
Pues lo mismo en las escuelas.
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