Pedro Hermosilla
Siempre en mi larga, y muchas veces tediosa, vida de alumno y estudiante, he admirado a aquellos que han logrado sacarme una sonrisa -y no digamos provocar en mí una carcajada- dentro de los extensos y aburridos temarios que en mi época eran el muro en el que me estrellaba una y otra vez.
Tanto es así, que intenté por todos los medios acoplarla a mi pedagogía ya desde los tiempos de prácticas y en las clases particulares que me surtían de algunas pesetillas extras para mis libros y mis salidas de fin de semana.
Sin, ni mucho menos, menospreciar la seriedad de la educación, considero la risa y la alegría, como un pilar fundamental dentro de mi propia manera de entender el magisterio.
Hay que tener mucho cuidado e hilar muy fino, las bromas deben ser mesuradas y no ofensivas, hay que reírse sobre todo de uno mismo (incluso de mi propio aspecto) para quitarle hierro a la dictadura de la imagen y el culto al cuerpo instaurado entre los adolescentes y que llega cada vez a capas más jóvenes de la sociedad. Por supuesto debemos evitar que la clase se convierta en un charlotada. Marcar muy bien los tempos…a mi me da resultado una payasada cada veinte minutos aproximadamente (justo cuando el cerebro marca la curva descendente de la concentración), pero depende de muchos factores. Ahí cada maestrillo tiene su librillo.
¿Qué ganamos a parte de la alegría? Quitamos las tensiones a los niños, los hacemos que estén constantemente pendientes de nosotros cosa que aprovecharemos para “colarles” materia curricular. Si los haces reírse en una asignatura, relacionan esa asignatura con su propio bienestar con lo que conseguirás que, de estar motivados hacia ti, por conexión y relación, se motiven con tu materia. Se liberan hormonas (endorfinas) y además la “risa” está localizada en la zona prefrontal de la corteza cerebral…justo donde reside la creatividad.
Y además el maestro se lo pasa pipa…¿quién da más?
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