El viejo profesor Valencia

LAS CLASES PARTICULARES

El viejo profesor

LAS CLASES PARTICULARES

Te hablo, querido amigo, de algo que sucedía hace más de cuarenta años . Las clases particulares de entonces no tienen casi nada que ver con las de ahora. Hoy día los niños asisten a clases de idioma, de ballet, de defensa personal –en sus muchas variantes-, de informática, de natación… pocas de ellas relacionadas con el refuerzo a las tareas escolares.

Se supone que ya en el colegio tienen suficiente, con lo que yo , en general, estoy bastante de acuerdo. Nunca fui amigo de las “clases particulares” entre otras razones, porque pensaba que la escuela debía dar cumplida respuesta a las “particularidades” de cada alumno. Sólo en casos excepcionales las aconsejaba.
Dejando al lado la conveniencia o no de que un alumno reciba clases particulares, me ciño exclusivamente a relatar el hecho histórico de la segunda mitad del siglo pasado, que he tenido la oportunidad de vivir.
En mi niñez y adolescencia las clases particulares presentaban las siguientes características:
– Las impartían generalmente algunos de los maestros oficiales, obligados casi siempre por la necesidad de complementar sus exiguos ingresos.
– Existían también ciertas personas sin titulación que, bien en sus casas, bien en las de algún alumno, y de manera casi clandestina, organizaban pequeños grupos a los que atendían. Entre éstos se encontraban estudiantes, personas ya mayores, e incluso algunos maestros a los que se les había desposeído de su título por motivos políticos.
– Tanto unos como otros atendían a grupos muy heterogéneos, dedicándose casi exclusivamente a reforzar las materias de Lengua y Matemáticas. Diariamente se trabajaba el dictado y el cálculo.
– Solían asistir también a estas clases aquellos niños que tempranamente se incorporaban al trabajo obligados por la necesidad de la familia, librándose de esta manera del analfabetismo imperante en aquellos años.
– Las llamadas pomposamente “academias” formaban a los estudiantes que, por enseñanza libre, estudiaban en el pueblo, atendidas igualmente por los maestros del pueblo.

Casi debuté dando clases particulares en mi época de estudiante con el hijo pequeño de un señor de mi pueblo. Amigo y cliente de mi familia, poseedor de una ganadería de toros bravos, amén de otras muchas posesiones y riquezas. El niño tendría unos tres o cuatro años. El padre, de entrada, se permitió sugerirme unos cuantos consejos “pedagógicos”, como, por ejemplo, que le hablase de los toros de su ganadería para atraer su atención y ganarme su confianza. Así que tuve que aprenderme los nombrecitos de aquellos morlacos que al niño tanto le sugerían –blanquito, nevado, carapinta, soleado, etc…-, y allí me tienes, querido amigo, en una gran sala de la casa del ganadero, toreando cada tarde al niño, o mejor, toreándome él a mi. El niño, que se creía un becerrito, se me metía por debajo de las sillas, se escondía debajo de la mesa, trotaba por la sala como si estuviera retozando en la pradera…, pero de atender a mis clases, nada de nada. Ante esta situación no tuve más remedio que plantearme el reto de escoger entre los toros o las letras, así que aconsejé al padre que me lo mandara a mi casa; lo que en el lenguaje taurino se conoce como «cambiar los terrenos». Aquí las cosas cambiaron y pude “meter en vereda” a aquel becerrillo travieso para que aprendiese sus primeras letras. Todavía conservo un libro que me compré para estudiar como tratar a aquellos diablillos. Es el que aparece en la imagen de abajo.

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