PILDORA III. MÁS SOBRE EL MAESTRILLO Y SU LIBRILLO

El Viejo profesor
No hace tanto tiempo, un sólo profesor, en la Enseñanza Primaria, se hacía cargo de impartir todas las asignaturas, con lo que no tenía necesidad de «cambiar de librillo» y sus alumnos tampoco se veían en la obligación de cambiar su mente para adaptarla a la del «librillo» que utilizaba el maestro que iba a impartir su próxima clase. La mayoría de las veces, un alumnos tenía durante varios años al mismo profesor, llegando algunos a tener el mismo durante toda su escolaridad. ¿Esto era bueno?. Muchos de aquellos niños, de aquellos años, pueden decir, en un alto porcentaje con sano orgullo: «Don Fulanico fue mi maestro». Los alumnos de hoy día, si acaso, podrán decir ¨Don Zutanico fue uno de mis maestros». Pero, en fin, no es éste el objeto de esta entrada. Sigamos con el relato de esta «píldora nº 3»

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Si obviamos y rehuimos los chistes fáciles y las metáforas ociosas y entramos de buena fe en la imagen de una persona que con su atuendo diario, su voz, sus defectos, sus conocimientos, su estado de ánimo, su experiencia,… entra durante una hora entera ante la presencia conjunta de una treintena de alumnos pendientes de cualquiera de sus actos -y omisiones- y en espera de sacar un mínimo en claro que les sirva para defenderse después en la vida, hemos de convenir en que lo esencial de cada hora lectiva –sea cual sea el centro educativo que imaginemos- consiste en la constatación consciente de que lo que allí se está produciendo es un acto tan inconsciente como “espectacular” (en todos los sentidos, tanto para todos y cada uno de los asistentes como para el principal actuante) en el que un profesor muestra (escenifica, podría decirse) a un alumno mediante su persona, voz, atuendo, modales, etc. los elementos necesarios para convertirlo en otra persona de su misma calidad. Y todo ello en el transcurso de una hora diaria. Y ello ante una especie de público sentado unidireccionalmente en su patio de pupitres, por seguir con la imagen.
En ese especialísimo acto de la clase –tan invisible desde despachos, cocinas o andamios-, todo es tan crucial que hasta el concreto modo de entrar en el aula es determinante para lo que va a ocurrir durante la hora entera: si el profesor se detiene en seco en el umbral de la puerta, conseguirá en medio minuto el silencio que no logrará en tres si entra de otra manera en cierta aula; si tropieza en la primera mochila y lo toma como cualquier cosa conseguirá un efecto forzosamente contrario al que obtendrá para siempre si se detiene mirando a su dueño hasta que este quita el estorbo; si pone su maletín sobre una mesa pisada en vez de limpiarla en silencio primeramente con su pañuelo -que llevará a continuación y en silencio a la papelera- habrá ganado la batalla de la urbanidad de todo un trimestre entero,… Lo mismo cabe decir de cualquier otro aspecto que vaya a tener lugar ante la mirada de tanto espectador obligado: el silencio no se consigue repitiendo o voceando cinco veces que cuántas veces ha de pedirse el silencio, sino mirando en silencio a cada uno de los que no lo estén; el acto mismo de sacar el material y colocarlo ordenado en la mesa de profesor es imitado inconscientemente por la mitad del alumnado (los demás lo aprenden del compañero); una voz baja y reposada tiene el efecto más o menos inmediato de doblar la atención si no en los 60 al menos en 50 oídos;…
Aspectos tan livianos y aparentemente intranscendentes como estos son previos pero indispensables para que la perfecta comunión entre actor y espectadores pueda realizarse. No deja de ser cierto que casi todos son producto de la experiencia más que del sentido común: el no tropezar nunca en la tarima al acercarse a la pizarra, el saber pronunciar una palabra más alta que la otra, el gritar una frase para que te mire el que está distraído con la ventana, el repetir pausadamente conceptos y ejemplos para que los retengan mejor quienes ya tienen la mirada casi perdida, el soltar la gracia o el chistecillo cada cuarto de hora como mucho,… son multitud de recursos que da únicamente la experiencia para conseguir, no solo la atención inicial, sino también la continuada, y sobre todo, mantenerla si es posible hasta cinco minutos antes de que toque un timbre. ¡Cinco minutos antes, he dicho: una clase entera puede irse al garete si no se frena a tiempo, si no se dan esos minutos al alumno para que recapitule, para que asimile, para que reordene, para que descanse su atención, para que se prepare para la entrada inminente de otro maestrillo que tendrá, eso es seguro, otro librillo totalmente distinto!

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