Pedro Hermosilla
Una de las pocas ocasiones en que un niño, que no sea tuyo, te denomine “papá” y no te tiemblen hasta las uñas de los pies, se da en las aulas. Es más, yo lo pondría como condición indispensable,”sine qua non”, para evaluar la idoneidad de un maestro (ahora que está tan de moda según nos cuentan nuestros compañeros latinoamericanos). El “palabro” tan cortito, tan bisílabo (por supuesto me valen tanto “papá” como “mamá”: sigo las recomendaciones de la RAE que nos anima a dejarnos de tanta gilitontez de “ellos”, “ellas”, “nosotros”, “nosotras” “ventilador”, ”ventiladora”…) lleva implícita una relación de cariño, confianza y liderazgo, difícil de medir con los criterios estándares de evaluación (de docentes y de cachorros).
La cosa es recíproca en los hogares: me han llegado a los oídos de alumnos que ponen de los nervios a sus padres porque les llaman “Fulanito” o “Menganita” como sus maestros. A alguno que me conozco le han llegado a llamar hasta “abuelita” (bueno, eso ya no sé si es tan bueno). Sobre todo en los cursos más pequeños y cuando nuestros alumnos se convierten en una bomba de hormonas que les estallan a cada momento, la pre-adolescencia. El tener el anclaje de “papá”, la piedra a la que agarrarse cuando la marejada les ahoga, les da una sensación de seguridad imprescindible a la hora de desarrollar correctamente el proceso educativo y de desarrollo personal.
Me vais a decir que esto es una chorrada inmensa (posiblemente tengáis razón; hace años que renuncié a entrar en conflicto por defender mis razones sino a dedicarme simplemente a exponerlas). Pero un maestro que no consiga ese vínculo emocional con sus nenes, puede ser un magnífico instructor (hacen falta), un enseñante de Champions League, un comunicador excelso…pero le falta una pizca para ser maestro.
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