EL MENEÍTO

EL MENEÍTO

Noe Martínez

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Lo mucho que tarda en llegar el verano, y lo rápido que se esfuma. Como arena entre los dedos, como agua con prisa, que ya no entiende de remanso ni piscina. El verano, que más que una estación, es un estado emocional, el emoticono de los corazones por ojitos. El verano, tiempo y lugar de ocio y bullicio en familia, en el que todo es posible, salvo que yo sea capaz de pasarme las normas, los horarios y las costumbres por el forrito del traje de baño. Teniendo en cuenta que la última vez que me embutí en uno, Sergio Dalma nos representaba en Eurovisión, échenle guindas al pavo…
– ¡Yo no quero ir a la buadería! ¡Yo quero estar en sofá cotigo en mi casita!
Lorenzo, que ya de bebé sólo le quedan los hoyuelos en las manitas, me mira haciendo ojitos, seguro que así es más que probable que se salga con la suya. Y no va mal encaminado, pero es lunes. Un lunes de agosto, pero lunes al fin y al cabo.
– Pequeño, tienes que ir a la guardería porque yo tengo que ir a trabajar…
Yo también le hago ojitos, pero a él parece no condicionarle mucho el hecho de que mamá no tenga vacaciones y esté cansada como Rocinante. A él lo único que le afecta y le enfada a partes iguales, es que no comparta sus ganas de mandarlo todo al carajo, de pedir puente y comodín de llamada a casa, informando a su profe Sonia que se toma la vida libre y chitón.
– ¡Pos vi a tabajá cotigo!, ¿sí…?
En su cabeza a rebosar de posibilidades y autoestima, lo de trabajar, sea lo que sea, se le antoja cosa fácil. Así fuese escalar subir una colina y bajar una montaña. Así fuese tocar el bombardino con la banda música de Cuzcurrita del Río Tirón. Así fuese embarcarse en un pesquero para hacer la campaña de la merluza en el Gran Sol. Él, se ve. Porque mi hijo pequeño es la definición con piernas de lo que a decisión se refiere. No conoce miedos ni límites, y no por educación, sino por genética: RH Gladiator +. Leí una vez un artículo en el que un señor sesudo de esos que sabe de todo (y, cuando no sabe, cita a otro señor sesudo que ya supo en su momento, y así sentencia lo que le sale del higo chumbo, y todos tan contentos…), argumentaba que los seres humanos afrontamos el ocio, las adversidades, las emociones y los afectos de distinta manera, muchas veces, de manera antagónica. El factor educacional tiene su importancia (¡niiiiñooooooo, que te bajes del murooooo ahoraaaaa mismooooo, que te vas a dejaaaaaaaaar los piñooooooooooooooooos…!), pero que la personalidad innata del bicho, el temperamento que luce a gala desde que salió de entre las piernas de mamá, es decisivo. Así pues, decía el señor sesudo de marras, hay personas con tendencia a las actividades riesgo, porque, sencillamente, el miedo no las paraliza. Y no porque no lo sientan, sino porque lo relativizan. Sin duda, mi repollo pequeño, mi Lorenzo de amor, es un aguerrido concursante: Here I go again!
– Vida, no puedes venir al trabajo con mamá porque mi jefe es mucho jefe…
¡Y tanto que lo es! Como todos los jefes del mundo, que le gustan los niños y que tengas niños, también, ahora que lo de jornada de puertas abiertas: se informa a los empleados, que esto no es Port Aventura, gracias. Una vez, hace mil años y un eón, coincidí con un compañero que con su sacro santo escroto, se trajo a sus hijos a trabajar toda la mañana. Su mujer, enfermera de profesión, estaba de guardia. Él, guionista de esto del humor, decidió que el despacho era una ludoteca. Llegó, los presentó, sacó de libros de texto y de pinturas, y los tuvo con nosotros ocho horas. Recuerdo con alegría y satisfacción, como la puerta se abría y se cerraba, una y otra vez, con curiosos mirando si era cierta la leyenda de ‘oye, ¿sabes que X ha traído a los niños al trabajoooo?’ Y al rey, lo que es del rey: no pasó nada. N-a-d-a. Aquellos niños bien educados y parcos en palabras se portaron como coleccionistas de sellos, como podadores de bonsáis, como mimos en prácticas. Mutis por el foro, se entretuvieron en sus quehaceres, mientras los adultos nos acostumbrábamos a su presencia, tan singular como molona.
Tanto tiempo después, y ahora que soy madre de estos dos tipos extraordinarios que me tienen el alma y el corazón subrogado, me pregunto cuánto de gracioso y tierno resultaría que yo, mujer, me los llevase una mañana a compartir teclado, mesa y silla. Me pregunto si todo sería tan loable y tan de abrir y cerrar la puerta, pensando, qué madraza, qué no se diga. Porque, ¿sabéis qué? Que por mucho, por muchísimo que en casa los papás nos esforcemos en fomentar la idea de que criamos a medias, y que el gozo y disfrute de los niños es cosa de dos, la sociedad sigue pensando que criar y conciliar es cosa de mamá. Mis niños se caen, como todos, pero piden mimos al que tienen cerca, independientemente que sea papá o mamá, porque el sana, sana, culito de rana, queridos, no entiende de género, sino de cariño.
– Tu jefe, malotú: ¡patada, otra patada…!
Lorenzo se levanta y, emulando a Gento (lo sé, estoy quedando ochentera que te c*gas, soy rebelde porque el mundo me ha hecho asíííí…), la emprende a figuradas trompadas con todo lo que se le pone delante. La carrera diplomática, así, a bote pronto, creo que no se ha hecho muy para sus costuras: patada, otra patada. Que si quieres té, marité.
– Pequeño, noooo, los jefes son buenos; no se les puede dar patadas, que se enfadan… – Y me jartó a reír, imaginándome la escena. No, mejor no me la imagino, que lo mismo es pecado. Ja. No puedo, tengo que imaginármela: es agosto y madrugo, es mi NoeVenganza.
– ¿Quenó…? ¡Tú verás…!
Y otra vez, vuelta la burra al molino: patada va, patada viene. Mientras disfruto embelesada del meneíto, de la coreografía de Capoeira de mi hijo pequeño, pienso en afortunada que soy porque puedo dedicarme a lo que gusta, hacerlo con cierta gracia y destreza, y restarle horas al descanso para disfrutar de mi cargo y lucir mis galones. Ser madre es mucho más que un parentesco, créanme, ser mamá es un acto de amor con efecto agujero de gusano del espacio: puedes ir y venir, estar sin estar, amar sin abrazar, besar sin tocar, trabajar sin dejar de pensar. Ellos. No se puede pedir más. O sí…
– Mamita, llévame cotigo, ¿sí? – Lorenzo inquiere, todo él un beso de babas.
– Al fin del mundo, amor, al fin del mundo…

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