La vida me cambió

Guía infantil

Las chispitas locas y adictivas que desprenden cuando juegan con papá y mamá, ay, esas chispitas… ¡no se extinguen nunca!

Noe Martínez / LIVING LA VIDA MADRE

SUGERENCIA MUSICAL, ‘La vida me cambió’, de Gente de zona

 

– Entonces, yo me pido ser el inventor del rayo láser de espada láser, pero de la espada láser más grande del universo entero… – Nicolás, ojos como platos, enarbola un tubo de cartón, de vete tú a saber qué, que simula ser una espada, pero, en todo caso, sin luz ni láser ni ná.

– Y yo soy un cundustor de bambulansianinoninóninó…* – Lorenzo acaba de arrancar en modo asistencia sanitaria, y con la mano en la cabeza, a lo botella de aceite Carbonell, va y viene por el salón, a velocidad emergencia que te caes de culo.

– Mami, ¿tú quieres ser mi ayudante para descubrir el rayo láser de la espada más grande del universo entero…? – Mi mayor inquiere, seguro de que la oferta es tan suculenta, que se la sacan de las manos.

– ¡Ca! A mí hábleme de usted, caballerrrete, que está hablando con la doctorra Gusana Van Trres y Vienen Cuatro… – Toso, marcando mi impostado acento de Alemania a un lado – La colosal, la marravilosa, la extrraorrdinarria, la morrrrrocotuda, la rrrrepeinada y la rrrrumbosa descubridorra de la máquina lavadorra que no sólo no se traga los calcetines sino que los saca emparrejadooooooooos…

– Mami, ¿qué estás hablando? Dices rrrrrrr mucho, ¿eres moto, sí? ¿eres mi bambulansianinoninó…? –

Lorenzo me toca la boca, en clara evidencia de que sabe que no siendo que se me haya quedado la lengua prendida a un empaste, allí pasa algo.

– No valeeee… – Nicolás se accidenta de la risa – Gusana Van Tres y Vienen Cuatro no es un nombre de descubridora…

– ¡Anda que no…! – Me tiro al suelo, a su lado – Porrque lo diga usted, querrido colega de la ciencia: Gusana Van Tres y Vienen Cuatro, de los Van Tres y Vienen Cuatro, del Ferrol de toda la vida…

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– ¡Gusanitaaaa tiene un rratón, un rratón siquitííííín…! – El pequeño, que siempre lleva el juego a su campo, donde la luz siempre recae sobre él, mueve el culete de un lado al otro, sin repara en que estamos cerca, muy cerca – ¡Ooooye, no se toca a cantator, eh! Deja a Lorenzo cantar sin tirar de ahí…

– Tienes razón, lindiño, es que no tenemos respeto ninguno al arte…! – Le hago gesto de que siga danzando como peonza en verano, cosa que hubiese sucedido, se lo pidiese o no.

– Pues mi nombre mola muchísimo, ya verás… – Mi mayor se levanta, y engolando la voz, exclama – ¡Nicolás Yolovalgo Soylomás!

El bebé que no entiende nada pero es más largo que ancho (y ahí ya se nos va en un pico la comparación, sus lo advierto…), lo mira sin parar de reír. Es una jartá de improbable que sepa qué acaba de decir su hermano. Es una jartá improbable que sepa lo que es un juego de palabras, sin embargo, ahí está, tendiendo puentes con su sonrisa, su jajejijojú con redoble de tambor, enseñándonos las infinitas posibilidades que tiene la alegría como medio de comunicación.

– ¡Lorenciiiito Pipinochiiiiitooooo!

Y dale que dale con su risa y su algarabía y su locura de niño feliz.

– Lorencito Pipinochito es nombre maravilla, bribón… – Lo estrujo los mofletes hasta que me canso, cosa que no suele gustarle, pero por la razón que fuese, en esta ocasión, no parece molestarle.

– Ahora que ya tenemos todos nombre: ¡a jugar!

Y es entonces, cuando veo cómo se emocionan con la sola idea de compartir un rato de ocio conmigo, que vuelvo a mi idea sobre lo muchísimo que nos complicamos la vida los padres con respecto a ellos, a los niños. Llenamos la casa de cachivaches, de juguetes modernísimos y carísimos y complicadísimos, de puzles con más piezas que abueletes en verbena, de muñecos que hacen y deshacen y vuelven a hacer. De coches con ojos, coches con boca, coches con metralleta, coches con paracaídas, coches anfibios, coches con todo lo imaginable, que lo mismo te operan de cataratas que te arrancan una muela. De todo les compramos, porque no vaya a ser que nos crezcan con un ‘yo no tuve’.

No lo digo por decir, porque aunque yo ya pertenezco a la generación en la que los niños no eran un estorbo, y se cuidaban con mimo y dedicación de bonsái, aun bromeamos en las reuniones familiares de mi ansia de guantes de encaje el día de mi Primera Comunión, y que no llevé, porque no dije que los quería, pero pensé que mamá lo daría por hecho. No los pedí, porque pensé que ella me leería la mente con sus ojos biónicos, como siempre. Pero la pobre, pendiente de mí hasta el infinito, me leyó la mente en los zapatos, en el vestido de ensueño, confeccionado por la señora Aurita, nuestra modista-estilista de cabecera. Me leyó la mente en la corona de flores a lo cabeza testada, heredera del reino de amor. Me leyó la mente en todo, porque más linda, no podía ir. Sin embargo: no llevé guantes. Ahí está mi ‘yo no tuve’: la psique infantil es muy de blanco o negro, dulce o salado, Nocilla o Nutella. No hay término medio, y esa también es su gracia colosal. Ains.

Por eso, ahora que la vida me cambió para nunca estuve mejor y estoy en el otro lado, en el bando de los que parecen estar seguros de todo y tener un plan para casi todo (nada hay más incierto, porque la vida con niños es mucho improvisar e ir viendo, con cierto orden, pero ir viendo…), tengo la sensación de que todo es más sencillo, que no más fácil. Muchas veces, pecamos de ilusos + inexpertos + bobalicones (yo la primera, señálenme con el dedo hasta que se les quede fósil), y nos dejamos llevar por el imán que tienen sus caritas cuando abren papel de regalo. Nos fascina la idea de elegir, de empaquetar, de esconder, de sorprender, de festejar y gozar de su sorpresa. Pero al cabo de dos horas: se acabó lo que se daba. En cambio, las chispitas locas y adictivas que desprenden cuando juegan con papá y mamá, ay, esas chispitas… ¡no se extinguen nunca! ¿Y sabéis por qué? Por que se te quedan clavitas en el corazón por los siglos de los siglos, ardiendo cual pebetero olímpico. Que no, que no hay medalla mejor, mon dieu… ☺

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