Vergüenza de ser español

Enrique Arias Vega / A CONTRACORRIENTE

No conozco ningún otro país en el que tantos nacionales pertenecientes a él se avergüencen de serlo.

Algún motivo grave debe haber para ello, aparte del sentimental, por supuesto, el cual resulta incuestionable: no les gusta su país o no quieren formar parte de él y punto. Bastantes de ellos, incluso, en vez de ayudar a mejorar la presunta triste condición de sus compatriotas, los insultan: “los españoles son un asco”, dicen, “cuando oigo la palabra España me dan ganas de vomitar”, y otras lindezas por el estilo.

Llevo muchos años reflexionando sobre ello y creo que hemos debido hacer algo muy mal quienes nos sentimos españoles y nos congratulamos de serlo. Y lo hacemos ni más ni menos que los polacos respecto a su país o los ecuatorianos respecto al suyo. ¿Acaso el nuestro es peor?

Pues resulta que no.

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Desde el punto de vista económico somos al menos la duodécima potencia mundial, con el grado de bienestar correspondiente a ese ranking. Nuestra sanidad está entre las tres mejores del planeta y tenemos mayores prestaciones que casi todos los países en acceso a la enseñanza, ayuda a los discapacitados, beneficios a los colectivos más vulnerables, etcétera, etcétera. Y también, dicho sea de paso, la red de comunicaciones más completa y variada con posibilidad de elegir autopistas, autovías, trenes de alta velocidad y aeropuertos cercanos para un mismo trayecto (hacia nuestra segunda residencia en la mayoría de ocasiones).

No hablemos ya de los derechos civiles, con un régimen de libertades casi ilimitado, garantías judiciales, debates parlamentarios (en vez de los mamporros entre diputados que presenciamos en otros países)…

Aunque nosotros no parecemos darnos cuenta de ello, sí lo hacen, en cambio, los más de 70 millones de turistas que nos visitan y las decenas de miles de extranjeros que vienen cada año para quedarse con nosotros porque creen que aquí vivirán mejor que en sus países de origen, aunque se trate de jubilados alemanes, noruegos o británicos.

Y lo que hemos hecho mal la gente normal, la que se da cuenta de todo esto, ha sido no ponerlo en valor y permitir que otros, con menos luces o más odio injustificado hacia sus semejantes, tergiversen la realidad, la historia, los hechos y las palabras y hasta los conceptos.

Por supuesto que todo es mejorable. Pero si el camino para hacerlo es imitar a los países que padecen hambre y dictaduras, volver atrás hacia lo peor de nuestra historia o fragmentarnos en banderías estériles, vamos dados.

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