Las figuras retóricas (I)

Pedro H. Pineda / EL ARTE DE ESCRIBIR

Planteamiento y justificación

Al escribir -y al hablar- es frecuente el estilo figurado. Decir «llueve» o «nieva» o «hace calor» es enunciar simplemente lo que sucede. Pero lo corriente es que hablemos por medio de giros indirectos. Si hace mucho calor, recurrimos a la hipérbole y decimos: «hoy se derrite uno». Si sentimos mucho frío, decimos: «estoy hecho un carámbano». Si escribimos «se le subió el pavo», estamos indicando de alguien que su piel había enrojecido por estar avergonzado de algo.

«La preocupación del sujeto hablante –escribe Marouzeau- no es tanto decir las cosas como son, lo que apenas tendría interés, como el decirlas, según se las siente o, mejor, como uno querría que se las sintieras.

Los escritores neorrealistas tienden a la expresión directa pura. «Desde hace tiempo -decía Pierre Louys- sueño con escribir en prosa o en verso: el cielo es azul, porque no hay nada más difícil. Y Anton Chejov expresaba en cierta ocasión su entusiasmo ante la descripción del mar, hecha por un escolar que, en su ejercicio de redacción, había escrito: el mar es grande.

Pese a estas aspiraciones, el habla -realización concreta de la lengua, parte individual del lenguaje, modo personal de expresión- está plagada de figuras indirectas: «No digo que no», por «lo acepto»; «¡qué limpio está este niño! », por «está sucísimo».

Preocupación renovadora

Al igual que dijimos al hablar de la metáfora, las principales figuras retóricas a causa de su empleo constante, se desgastan con el uso. Es preciso renovarlas, injertarles nueva savia, si no queremos caer en la frase hecha, en el tópico manido.

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«Las figuras retóricas -escribe Dauzat- han caído en un legítimo descrédito: enseñadas mecánicamente, eran aplicadas como reglas escolares por escritores poco hábiles. Lo cual no impide que correspondan a ciertos aspectos de la expresión y que se las vuelva a encontrar, más o menos rejuvenecidas, entre nuestros contemporáneos. Todo el arte consiste, en primer lugar, en recrearlas, pero más aún en que broten naturalmente, sin que se note el esfuerzo, la búsqueda, el sistema.»

En realidad -añadimos-, nadie al escribir piensa si, en un momento dado, está utilizando la prosopopeya, la metonimia, el escarnio, la ironía, como nadie al hablar, al razonar en una discusión, está pensando en las reglas de los silogismos.

El escritor imaginativo, al escribir «figuradamente», lo hace en virtud de un instinto especial que le impulsa a una constante recreación del lenguaje, a una continua búsqueda de la expresión original, viva. ¡Si yo digo, por ejemplo, «i Vaya una señora! Es un cuadro abstracto», la expresión tiene fuerza por su novedad, por su sentido hiperbólico; pero la frase no ha surgido como consecuencia de mi estudio del estilo figurado. Ha brotado, espontáneamente, por causa de esa «señora» y por mi capacidad natural para el lenguaje figurado.

Preocupémonos, pues, al escribir, no de la figura retórica en sí, sino de su novedad. Si quiero expresar, figuradamente, la lentitud de una persona en cumplir su cometido, procuraré estar a tono con mi tiempo. Y diré: «Desde luego, este muchacho es un Fernando Alonso», sin necesidad de saber que estoy empleando la  «antífrasis».

Principales figuras retóricas

En los tratados de Preceptiva Literaria se habla de tres clases de figuras retóricas: de pensamiento, que afectan a la idea: de dicción, referentes al lenguaje, y los tropos, que afectan a la idea y al lenguaje.

Pasan de sesenta tales figuras. Sólo enumerarlas bastaría para cansaros inútilmente. Nos limitaremos, pues -según hemos dicho al principio de este apartado- a estudiar las que, a nuestro juicio, merecen especial atención. 

 

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