Pasión golosa, sin fecha de caducidad

La Pascua sitúa a todos los dulces en un mismo plano, pero la mona es imprescindible para sostener el esquema pastelero de estas fiestas

Tino Carranava

Es tiempo de gratos dilemas dulces. La dilatada convalecencia golosa provocada por la azucarada prescripción médica finaliza. El fin (in)temporal de la cuarentena confitada nos permite alimentar, cotidianamente, los dulces sueños durante la Pascua.

Cuesta creer que sea casual la avasalladora presencia de clientes en las fachadas de hornos y pastelerías hasta el último minuto del sábado noche. El populismo goloso, en estas circunstancias, es la regla y no la excepción durante estas fiestas. Tal vez el cómodo privilegio de tener la confitería de cabecera, a mano, sin necesidad de recorrer otros hornos conocidos, nos juega una mala pasada.

La opulenta escenografía del chocolate contrasta con la discreción del popular panquemado. Aunque la Pascua sitúa a todos los dulces en un mismo plano, convertidos todos ellos en «delicatessen» encumbrados. La mona es el dulce prioritario para sostener el esquema pastelero durante las fiestas de primavera.

La pasión golosa casi se ve truncada esa tarde. Sin entrar en detalles. Empujones manufacturados de bandejas, momentos álgidos ante el mostrador se desvanecen ante el duro adversario que pelea y codicia conseguir las espectaculares monas de Pascua que reinan en el observado escaparate. Las versiones artísticas, con figuras chocolatadas, tienden a ser las más transitadas por todos los paladares.

La guerra fría supone un conflicto de puertas adentro de la confitería. De puertas afuera –servidor- la crisis se desarrolla con las dificultades físicas para acceder al establecimiento desde la (im)previsible cola. Ya se sabe. No hay nada peor que un goloso paranoico. Luchando una y otra vez.

Monas de Pascua, Horno Panadería del Arenal, Jávea.

Sin la presencia de la primera línea dinástica confitera, soterrados desde la madrugada en el horno para garantizar el abastecimiento de las vitrinas, que ponga orden ante el mostrador. Las preocupaciones mundanas de los clientes se acrecientan.

Sabemos estar a la altura. A pesar de la lucha desigual entre los componentes del coro goloso, mucho más numeroso, que cualquier otro día. El efecto de antigüedad del vecino para avanzar en la cola se diluye casi por completo.

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Máxima implicación emocional aplaudida con total justicia. «Oiga nosotros estamos primero». Los cantos desde la cola encarnan a la perfección la dulce reciedumbre de los clientes habituales. Aunque sin éxito alguno. Descartada la esquizofrenia golosa, la condena (in)condicional se precipita con argumentos cotidianos. Habrá que confiar hasta el final.

La ambientación de los mostradores ayuda a comprender mejor la situación. Es evidente y ciertamente alentadora para buscar la redención dulce. Nervios de chocolate antes de demandar la mona deseada. Miradas cómplices. Rostros serios. Una veintena de clientes revoluciona la confitería.

Entre los clientes golosos la envidia (no) es sanísima. Se convierte en una motivación acostumbrada. La rivalidad en el interior del horno se encarniza en busca de los dulces deseados. No descansa jamás. Mantienen las apariencias pero, por dentro, siempre se envidian las monas no conseguidas.

Nuestra capacidad de sorpresa ante la zozobra comercial que se vive en el interior de la pastelería se agotó hace tiempo. Lo cual no evita que esporádicamente, desde fuera, nos invada cierta perplejidad. Permítanme que (pre)reservemos la identidad del antiguo horno, hoy confitería de éxito.

El temporal goloso se desboca. Y cobra más fuerza en el interior de la confitería favorita para desbordarse, sin plan de evacuación dulce, ante la falta de previsión de los perezosos clientes. La intensa demanda y reservas de todo tipo de dulces, durante la tarde del sábado, causa el derrumbe de las pretensiones azucaradas y el hundimiento confitado de los paladares que aun permanecen en la decisiva cola. La última y deseada mona acaba de ser vendida.

Con el dulce al cuello. Los murmullos que provocan el último acontecimiento, totalmente confirmado, nos hace sospechar que nuestra suerte ha llegado a su fin. La (des)gracia golosa es recreada en el rostro de los últimos clientes. El miedo escénico, ante la inminente sobremesa, se apodera de nosotros.

Hundidos nos plegamos ante cualquier señuelo dulce. La inverosímil versión de panquemado, que vemos a nuestro lado, se convierte en el mascarón de proa, para nuestra ofensiva comercial, con tal llevar algún botín a casa.

Y sucedió el milagro. El confitero entregado a este cliente olvidadizo, en un espíritu de acogida golosa, nos ofrece su propia mona de Pascua. Había que ver las caritas del grupo de clientes atendidos con anterioridad. Cosas del destino. No hay que llorar hay que saber perder, dice el clásico bolero. Lo que la mona de Pascua y el panquemado han unido que no los separe…. Pasión golosa, sin fecha de caducidad.

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