Cada vez más cabreados

Enrique Arias Vega / A CONTRACORRIENTE

Tengo un amigo que en los lejanos años 90 desenchufaba la radio en cuanto oía hablar al fallecido Antonio Herrero: “No estoy para que me amarguen el día”, decía ya de buena mañana, ante el verbo incendiario y apocalíptico del locutor.

Ahora le pasa lo mismo con García Ferreras y sus apariciones televisivas en La Sexta, aunque esté en las antípodas ideológicas del anterior: “Ya está uno lo suficientemente cabreado —aduce— para que, además, le exciten”.

La irritabilidad de mi amigo no es exclusiva de él: vivimos en una sociedad cada vez más cabreada y con más gente a punto de perder los nervios. Razones objetivas no faltan: mayor precariedad laboral, creciente inestabilidad social, recorte efectivo de prestaciones y subvenciones consideradas vitalicias, empobrecimiento generacional… Este estado de cosas, por otra parte, está siendo regado por comentaristas audiovisuales de todo pelaje que, en vez de apaciguar los ánimos, arrojan cada día toneladas de gasolina sobre los rescoldos de la indignación.

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No se trata de una cuestión ideológica, sino de oponerse a todo lo que se menee, sea del signo que fuere.

Por eso mismo, otro amigo, de Barcelona él, está que trina con todo lo que hace la alcaldesa Ada Colau, ya sea el negarse a la participación del Ejército en el Salón de la Enseñanza o el prohibir la circulación a coches con más de 20 años. También se mete lo mismo con las declaraciones de la Conferencia Episcopal que con las de Manuela Carmena.

Un tercer amigo, compañero de tertulia y psicólogo, concluye que estamos ante una crisis de confianza absoluta en cualquier autoridad y en quienes la representan. Para él, el ejemplo más sintomático lo ofrece Rodrigo Rato: “La gente cree que alguien que fue tan poderoso como él es un sinvergüenza que debería llevar ya años en la cárcel, aunque no haya sido juzgado todavía”.

Y es que cuando uno está cabreado no entiende de leyes, ni de procedimientos procesales ni de nada que no sea venganza pura y dura. “Por eso mismo —remacha el psicólogo—, la gente da pábulo a cualquier barbaridad que le llegue por las redes sociales; aunque sepa que es mentira le atribuye credibilidad para así poder desahogarse con ella”.

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