Nunca hay suficiente

Nuestros padres (ahora abuelos devotos y amantísimos) vivieron las mismas tensiones, las misma falta de tiempo, el mismo miedo a no estar a la altura porque el trabajo no permitía o porque los compromisos de los adultos eran muy otros

Noe Martínez / LIVING LA VIDA MADRE

SUGERENCIA MUSICAL, «Nunca hay suficiente», de Natalia Lafourcade


No siempre todo es lío y prisas y sueño y hacer la compra a toda mecha y preparar mochilas y poner secadoras y dejar lista la comida para mañana y mocos de media noche (y de noche entera); a veces, las jornadas discurren con anormal normalidad, y tanta calma chicha te pilla con el stress en Stand By y no sabes qué hacer, si darle al OFF, si darle al ON o simplemente dejarte ir por la agradable sensación de no tener que pensar en nada, sino en sentir. A poco que piense, esas veces van acompañadas de etapas de vacaciones, expectativa laboral o baja por pachuchismo. Dicho lo cual, y basándome en mi NoeExperiencia, he llegado a la conclusión de que no son los niños y la maternidad lo que acelera la existencia de cualquier mamá, llegando incluso a apretar tanto el nudito del foulard, que respirar sin parecer un bull dog francés, es tarea perdida. Lo que acelera la existencia de cualquier mujer con niños es serlo y pretender tener una vida laboral y doméstica holgada. Si se tratase de criar en exclusiva, otro gallo cantaría, y probablemente lo haría por Pharrel Williams y su Chupi-Happy.

– Las mamás de hoy en día habéis perdido mucha calidad de vida…

En el parque, con mis hijos, escucho una conversación ajena; lo sé, no está bien, pero qué queréis que os diga, mi afán por disfrutar de las relaciones humanas, me lleva a ser una oteadora discreta y natural de los demás y de mí misma. Vamos, que me mola cuarto y mitad ponerle y suponerle vida a los desconocidos. En este caso en particular, no tan desconocidos, porque el que habla es un abuelo con el que he coincidido en más de una ocasión. Acompañado de su hija y madre de dos niñas que van a parque vestidas de María Antonieta (faldas de puntillas, lazos en la blusa, lazos en la chaqueta, lazos en las coletas, lazos en las bailarinas: el día que se enganchen con uno en el tobogán, va a ser el drama del siglo…), el señor disfruta del sol, apoyado en el respaldo de un banco.

– Papá, antes era antes y ahora es ahora… – Vale, como argumento, muy mención de honor en el concurso de mentes dialécticas, no es, pero razón no le falta. La hija, muy airada, rebate al abuelete, siempre pendiente de sus hijas-lazo.

– Antes era de aquella manera, Marimar…

– M-a-r, papá, me llamo M-a-r… – Corta la hija, con tonillo de ‘¿alguien va a caer en la cuenta de una vez que ya no tengo cinco años?’.

– No sé qué mal tiene tu nombre, hija; siempre fuiste Marimar: ya lo era tu tía, en paz descanse… – El abuelo se persigna, al tiempo que evita que una de sus nietas acabe empotrada contra su término medio inferior, véase entrepierna jubilada (y puede que también jubilosa, porque el abuelo es muy apuesto, muy dandy).

– Marimar es un compuesto cacofónico, papá… – La hija, en aras de salvar a su padre de un buen golpe en los mismísimos, coge a su niña-lazo 1 al vuelo, dándole un tirón de santísimos pelos, que a la pobre se le quedan ojos de chinita con prisa – ¡Ainara, a ver si miras por dónde vas, mujer…!

– Será, pero tu tía siempre se llamó así y no pasó nada. Murió con ochenta años, y en la esquela, ya ves: Marimar, y todos tan cómodos…

Noto cierto malestar en el abuelo, porque soy muy larga y muy perceptiva. No quiero mirarles directamente, porque si se sienten observados, se me acabó la opereta. Con un ojo aquí y otro en Cangas de Onís, vigilo como Nicolás y Lorenzo corren y corren y corren, y suben y suben y suben, y bajan y bajan y bajan, pero nunca juntos, cada uno en un cacharrito distinto del parque, provocando que cualquiera que haga lo que yo estoy haciendo con la chica y el abuelo, crea que soy una iguana, la viva imagen de la descoordinación ocular. Con la intranquilidad de que en una de estas me quede estrábica para lo que resta, respiro hondo y me digo, qué buen rato estoy pasando, aquí, de telenovelas, en el parque, al calorcito del sol, con el culo en el césped y mis niños dándolo todo (y seguramente, y al paso equino que van, también los dientes…).

– Papá, la tía Marimar no conoció otra forma de relacionarse con el mundo que su casa y su veraneo en Sanxenxo, con su amiga Piluca y su amiga Pacita – La niña-lazo 2 se aproxima a su madre para que le arregle el botón de la falda, que por lo visto, ya no existe – Talía, hija, los corchetes no desaparecen: se pierden.

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– Abueloooooo, ¿me compras un helado de Hello, Kitty…? – Zalamera, niña-lazo 2, le da un abrazo de oso al susodicho.

– ¡De eso nada…! – La madre, en un nivel de nerviosismo con el que se corta la mayonesa – No hay helados, que después no comes y así estamos: con piernas de Betty Spaguetti…

– De postre, ¿qué te parece…? – El abuelo negocia con su nieta, como si su hija, su Marimar (le guste a ella o no) no existiese.

– ¡Muy bonito, papá! Es que les consientes todo… – Y la hija bufa, pero bufa que parece una olla Magefesa.

– Todo no, que ya me gustaría; sólo en lo que me dejáis tu marido y tú, que a veces tengo la sensación de que nos tuteláis también a mamá y a mí… – El abuelo le da a la cabeza y coge del ganchete a su hija, como tendiendo puentes de comunicación invisibles.

– Es que no me digas, papá, ahora que podíais llevar una vida tranquila, se os da por estar todo el día de aquí para allí, con maletas, aviones, excursiones, cenas…

Chispum. Ahí le has dado. A Marimar, que por lo que observo es una gran paseadora de abrigo color camel, bolso enoooooooooooooooooooooorme en el que cabe peluquería al completo, con su peluquera y dos oficialas, botas carísimas de tacón incomodísimo, lo que le repatea de la vida, al menos, de lo que la vida le ha reservado a ella, es que sus padres, jubilados y aparentemente capaces, no jueguen su turno con la cartas que ella reparte, con su baraja dócil y extremadamente clónica (tan soy yo-soy tú, soy tan como todos, que da miedito). A Marimar, madre de dos niñas-lazo repetidas, que se llaman distinto pero podrían llamarse A y A junior, le encantaría que, además de encargarse del cuidado y lucido de sus hijas, de su casa, de su trabajo en lo que sea, no tuviese, también, que cargar con la intranquilidad de saber que sus padres, ya seres cuajados y con trayectoria como para estarse quietos, andan de aquí para allá, haciendo de su capa un sayo, viviendo, seguramente, la vida que ella no va a vivir jamás, porque siente que está atada de pies y manos en una ruleta magnífica e inabarcable de citas de pediatra, de responsabilidades, de cuidados, de actividades extraescolares y cumpleaños en piscinas de bolas de las que no va a salir hasta que las ranas peinen flequillo. Es, quizá esta falta de autonomía personal, esta ausencia de ser dueña de sus noes, sus síes, sus a tomar por saco todo, que hoy me duele la cabeza, lo que hace que Marimar vea en sus padres irresponsabilidad y libertinaje, que le hacen pensar que…

– Papá, que ya no estáis en edad de tanto cachondeíto, en serio… – Dice, ya con las dos niñas-lazo, saliendo por la puerta del parque.

– Créeme, hija, que no es cuestión de edad: vamos y venimos al c-a-c-h-o-n-d-e-í-t-o, porque ahora podemos. Antes, cuando te llamaba Marimar y no te parecía tan mal, teníamos que quedarnos en casa, porque no había cómo ni tiempo para no hacerlo. Ahora, mírate: eres Mar y tienes dos hijas; un poco de aire fresco y juventud no nos viene mal, ¿verdad…?

¡Claro que sí, guapi!, exclamo en alto, sin darme cuenta, y aplaudo, maravillada ante un final tan de fanfarrias, de Kleenex y de otra, otra, otraaaa. Los rolles, los cánones, la responsabilidad infinita de ser padres no es una invención 2.0, por mucho que los protagonistas de hoy en día nos creamos que, como nosotros, con idéntica implicación emocional y afectiva, imposible; nuestros padres (ahora abuelos devotos y amantísimos) vivieron las mismas tensiones, las misma falta de tiempo, el mismo miedo a no estar a la altura, a faltar en los momentos molones, porque el trabajo no permitía o porque los compromisos de los adultos eran muy otros. Esos abuelos que hoy nos hacen la vida más fácil, ayer fueron padres con análogos cangueles y frustraciones, pero supieron convertir en un éxito personal la crianza y el amor incondicional, al vernos ahora tan resueltos, tan sanos, tan modernos… y tan controladores.

– Papá, no os olvidéis de meter el cargador del móvil en la maleta, por si pasa algo… –

– ¿Qué tal si el abuelo os compra el helado de Hello Kitty y lo llevamos a casita para el postre…? – El señor pasa el brazo por el hombro a su hija, y le besa el pelo.

Que sí, Marimar, que llevan el cargador y la tarjeta sanitaria. Son tus padres, no tus hijos, pero es lo que tiene el amor cuando es incondicional y desmedido: mi anillooooo, mi tesorooooo, que diría el otro. De lo bueno, nunca hay suficiente…

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