Mi lindo pollito

Apuntarse a zumba para bajar de peso, y acabar engordando porque el deporte te hace adicta al tocino de Huelva. ¡Eso sí es calidad de vida…! – El padre sentencia, sin pestañear, protegiendo a su vástago. Instinto animal, por otro lado

Noe Marínez / LIVING LA VIDA MADRE

SUGERENCIA MUSICAL, Crazy, de Aerosmith

 

Mucho se ha escrito sobre mamitis (locura transitoria que acomete a los pequeños por sus mamás molonas) y/o papitis (locura transitoria que acomete a los pequeños por sus papás todo poderosos). Mucho se ha escrito. Pero de lo que nadie habla ni nadie admite, es que los adultos, esos seres responsables, aburridos, solemnes y sabelotodo, estrenan carnet de padres, y desarrollan un muy estupendo síndrome ‘A mi lindo pollito no se le hacen feítos’. Lo sé, pudiera parecer que mi imaginación disparatada de escritora walking dead (teclear sin dormir debería ser considerado deporte paraolímpico: Blind Typing o algo…) quiere hacerse un hueco en la serie del doctor House, pero denme unos cuantos minutos: ¡qué comience la función…!

El síndrome ‘A mi pollito no se le hacen feítos’ no llega de la noche a la mañana, que no es como un sarampión o las ganas de hacer pis al subirse a un ascensor. El síndrome de ‘A mi pollito no se le hacen feítos’ comienza de manera encubierta y silente, pero eso sí, a escasas horas de que un bebé haya convertido en padre a un adulto, alejándolo para siempre de la cordura y las adulteces con las que venía de serie. El primer síntoma, sin duda, son los llamados parecidos no razonables. Ese momento en el que la primera visita, en pleno hospital, alguien celebra a viva voce: ¡Uy, qué rico, qué gordito y cuánto pelo! Se parece a la tía Enriqueta. ¡Zas! Se te viene a la cabeza la tía en cuestión, con su bigote, sus enoooooooooormes pechugas, envidia de la central lechera Peñasanta, y sus dientes, siempre sombreados de carmín, y dices, para tus adentros y tus afueras:

– Mi niña se parece a su madre – Dice la mamá, iracunda, protegiendo al bebé- A la tía Enriqueta se parece tu hija, no hay más que verle el mostacho.

– ¡Nena…! – Intervine el marido, cual árbitro de pressing catch.

– Empezó ella… – Y señala la mamá con el dedito, tan maleducadamente que se desconoce a si misma.

– Ya, pero e-ll-a e-s m-i m-a-d-r-e…

Portazo hasta-luego-Lucas, y orquídea con lacito y peluche, dando botes en la mesilla de la habitación 216. Cuando los parecidos razonables no se ajustan a derecho emocional y son portadores de pelusa labial, absténganse de compartirlos, gracias.

El síndrome ‘A mi pollito no se le hacen feítos’ va en progresión, no aritmética, porque las matemáticas tienen poco que ver con el amor desatado que convierte una casa en un hogar, en el baño con espuma y juguetes de las 21.00 en un paseo por la nubes y los tonos de la cacas en el Pantone de las alegrías y mieditos. Antes de que un bebé llorase a su merced por doquier, haciendo de cualquier adulto elenco de su séquito de fans, las cosas buenas que te c*gas, los planes c*jonudos siempre pasaban por comprar una entrada carísima (cine, teatro, final de liga, concierto Bisbal ¿?, cotillón fin de año…) y comprarse algo monino y ad hoc con la ocasión. Pero cuando hay cunita y calienta biberones de por medio (no mento el sacaleches, porque me acuerdo de la tía Enriqueta), los planes que apetecen y a los que no se renunciaría ni por todo el dinero que no tienes pero que sabes que existe y alguien disfruta, es a quedarte tú con todo lo baby-suyo. Por eso, cuando a un papá bajo el influjo del síndrome ‘A mi pollito no se le hacen feítos’, alguien le dice que con los niños ha perdido calidad de vida, así, sin querer, parece que se está sorteando una patada en todo el píloro. Hasta el momento en el que un mamalón-sin-vida-con-ganas-de-porculizar mira a tu miniyó como un estorbo. En ese mismo momento, dices, para tus adentros y tus afueras:

– ¿De qué calidad de vida me hablas, chata? ¿La tuya? – Dice el padre, hasta los pelos de aguantar necedades.

– Es una forma de hablar, hombre, no hay que ponerse así… – La visita, incómoda, recula, pero es tarde.

– Apuntarse a zumba para bajar de peso, y acabar engordando porque el deporte te hace adicta al tocino de Huelva. ¡Eso sí es calidad de vida…! – El padre sentencia, sin pestañear, protegiendo a su vástago. Instinto animal, por otro lado.

– ¡Paco, que es mi prima, cooooñoooo…! – Dice la mamá, agraviada, aunque compartiendo iras.

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– Ya, y la otra era mi madre, ¿recuerdas…?

Entre la primera visita y la siguiente, puede que diste un año Mariano; sin embargo, los padres, bebé en ristre, siempre verán a la susodicha como un alienígena con cuernos de azufre. Aun no ha nacido número primo que hable del regalo de la vida, del rey de casa como un estorbo. Y si lo hay, flis de las moscas: ¡santo remedio…!

El síndrome ‘A mi pollito no se le hacen feítos’ llega, incluso, a afectar a la relación humana de los propios progenitores. Los malentendidos afloran como los grumos en la bechamel, sobre todo cuando mamá está blandita y con esa pena+cansancio mal llamada depresión post parto. Es ahí cuando en la intimidad del matrimonio, con la BSO de un lloro desesperado de bebé en plena noche, harto de toser como un fumador nobel, cualquier cosa se convierte en un proyectil de largo alcance. Nada comparado a ese momento en el que alguno de los dos exclama:

– ¿Y si le ponemos una cebolla debajo de la cuna para que deje de toser? A mi hermana le funciona… –

Versión 2.0 de la Epístola de los Efesios, 1: 8 (parafraseando: Dios da sabiduría y entendimiento a los seres humanos del mundo, lo que no sabía Dios es que las cuñadas no son seres, y mucho menos humanas).

– ¿Sabes por dónde me paso yo lo que le funciona a tu hermana…? – La mamá, que aunque blandita, aun conserva intacto su ‘yo’ más de barrio, se lleva la mano a su maltrecho ecuador, y se marca un aigachuzriller, que marcaría el señor Jackson.

– Mujer, no hace falta ser tan explícita… – Dice el padre, aún consternado por la ofensiva.

– Aquí lo que hace falta es un pediatra que recete un jarabe de una p*ta vez, y se deje de paciencia y agua, me cago ya hasta en Pilatos…

Y aquí paz, y después Gloria. Porque la tos loca y machacona de un lactante, para unos amantísimos y devotos padres bajo el influjo del síndrome ‘A mi pollito no se le hacen feítos’, es lo que un trikini a una gordita: un bonito castigo. Con miedos, con nervios, con encuentros y desencuentros, los padres se miran, reconociéndose uno en el otro. Porque aunque el miedito a que el bebé tosa hasta que le salgan pelos en las axilas les impide serenarse, saben que no hay mal que cien años dure, sobre todo, sobre todo, sobre todo, porque si la cosa sigue así, nos plantamos en urgencias.

– ¿Por una tos, nena? – Argumenta el padre.

– Por una no, por mil, que lleva media hora sin parar – Puntualiza mamá.

– Se van a reír de nosotros… – Sentencia él.

– ¿Te digo por donde me paso yo su risa…? – Zanja ella.

– No deja, que ya me lo sé…

Y así, un toma y daca, un suma y sigue. El síndrome ‘A mi pollito no se le hacen feítos’, tomen nota, queridos padres en ciernes o los que estén en plena etapa ¡ay, qué mono, no me digas, ir por el paseo, empujando un Bugaboo!. Eso sí, no dejen de gozar y hacerlo a pecho descubierto, porque ésta es una dolencia poliédrica, con infinitas posibilidades de hacer el ridículo en público y en privado. ¿Qué ha entrado una mariposa y casi roza a mi churumbel? A mí la Legión, pero sólo con la corneta, que para cabra, yo…

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