Yo más te adoro

Cuando se pasa del blanco al negro en menos tiempo que dura un estornudo, se te queda cara de Sarita Montiel en su ya mítico pero qué invento es éste…

Noe Martínez / LIVING LA VIDA MADRE

SUGERENCIA MUSICAL, «Yo más te adoro», de Morat

 

Y todo bien, y todo mal, pero nunca todo normal. Porque cuando hay niños en casa, todo se polariza, todo se lleva a la máxima expresión de su significado y sentimiento. Las cosas no pueden ser meñeñe: las cosas son increíbles o una boñiga pinchada en un palo, tal cual la votación del festival de Eurovisión. Y cuando eso sucede, cuando se pasa del blanco al negro en menos tiempo que dura un estornudo, se te queda cara de Sarita Montiel en su ya mítico pero qué invento es éste…

– Nooo, no mi ushta poroquetas…*

No, no me gustan las croquetas. Mi bebé es un tipo de arranque, de contundencia adulta en sus mini decisiones, y cuando dice que no, suele ser no, salvo que se le antoje decir sí, y la cosa es un no parar de yo ya no sé a qué atenerme. Las poroquetas* son un claro ejemplo. Ayer, sin ir más lejos, le encantaban, se chupaba los deditos regordetes, buscando una arenita tostada de pan rallado entre falange y falange.

Pero, como aprovechando su voracidad, rellené el congelador como si los próximos veinte años fuese a venir la hambruna croquetil, pues hoy ya no le gustan. Y no le gustan ni un poquito, porque me pone cara de asco colosal, impostando una casi arcada. Yo, que soy su madre y queda feo c*garme en mí misma (feo, y poco inteligente, digo), suspiro y me pregunto para mis adentros, cuántos años tardaré con comerme toda la masa en bolitas que he comprado.

– Pero las croquetas están ricas: mira qué ricaaaaas… – Finjo que me la como, porque son de pollo y o-d-i-o el pollo. Lo sé, una madre criando niños no puede o-d-i-a-r comida, porque lo mismo se extiende el sin sentido, y los niños deciden o-d-i-a-r el brécol, la ensaladilla, las judías con chorizo o lavarse los dientes antes de ir a dormir.

– ¡Poroquetas culo!*

Yo, como quieran, que se lo traduzco en un plisplás, pero creo ha quedado claro: mi bebé tiene criterio propio sobre el tema. Pero yo insisto, inasequible al desaliento, que me va en el cargo.

– A ver, hombre, inténtalo, que son de pollitoummmmquériiiicoooooooñamñamñaaaam…

Y Lorenzo me da un manotazo en toda regla, que propicia que la croqueta se estampe contra la Tablet de su hermano, que está pegadito-pegadito-pegadito a la trona, no vaya a ser que se pierda una atención desmedida, y a él no le toque el 50% (en serio, los celos obvios y encubiertos son el ‘que viene el coco’ de las mamás 2.0, ains). Por supuesto, no sólo la tostada cae con la mermelada hacia abajo: las croquetas también aterrizan con la bechamel calentita contra la pantalla. Doy fe. Así que, enfadado como nunca, mi mayor nos increpa:

– ¿Es que no hay modales en esta familia o qué? ¿Es que no veis que estoy viendo ‘Bob Esponja, un héroe fuera del agua’? Vais chivados a papá…

Nicolás sale como un cohete, a buscar la ayuda de la Sexta Flota. Mientras limpio la pantalla con una toallita húmeda, me pregunto en qué momento yo dejé también de tener un valedor al que acudir cuando el día me pesa tanto, que parece lo llevo encima. Desde hace cinco años, los mismitos que mis miniyó me llenan de orgullo y satisfacción, que decía el otro, el paciente y padre yo nos hacemos el sana, sana, culito de rana el uno al otro y, en caso de necesidad mayor (véase inundación + atasco cisterna + tendido eléctrico a tomar por saco) pues páginasmarillas.es y que sea lo que Dios y la VISA quiera. Supongo que eso nos convierte en adultos: no tener un primo de Zumosol que nos acuda cuando el agravio es grande. Ustedes disculpen, pero creo hemos perdido mucha calidad de vida por el camino del envejecer…

– A ver, ¿qué pasa aquí…? – El paciente padre aparece en el lugar de los hechos. Me guiña un ojo y recoge, con cero sorpresa, lo que queda de la croqueta estrellada.

– Pues pasa que Lorenzo me di un croquetazo que alucinas… – Nicolás se afana en resultar convincente en su relato, no obstante, quiere que alguien ponga remedio a lo sucedido. Depurar responsabilidades, eso quiere.

– No se dice alucinas: hay sabes palabras mucho más bonitas, y esa no queda bien en una boca de cinco años… – Replico, mientras intento, infructuosamente, que el bebé ceda en su negativa de comer.

– No tengo cinco años, mamita: tengo cinco años y medio, ¿qué te crees…? – Pecho fuera, que llegó el orgullo infantil. Desconozco qué privilegios le otorga ese medio año en el patio del cole, pero mucha mandanga debe ser, para tanto pavoneo.

– Lorensooo tiene dooooosimerioooo también…

Y el que se acaba de declarar en huelga de croquetas, decide reclamar su medio año a mayores, porque si la cosa pasa por hacer fuerza de vida, él también aporta meses a su favor. El padre y yo nos miramos, y no entendemos muy bien si ahora debemos sacar a relucir nuestras décadas y media, o callarnos, como el enanito mudito de Blancanieves, porque hay según qué verdades, que mejor chitón.

– Claro que tienes dos años y medio, lindiño… – Beso la frente del bebé – Y los niños de dos años y medio comen muy bien, para crecer mucho, mucho, muchísimo.

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Los premios Bafta del cine se perdieron conmigo una actriz de medio pelo maravillosa. No me creo ni yo misma mi discurso, así que no poco reprocho cabe con el bebé y su negativa. Pero en aras de su sí es no, me sorprende y coge la croqueta con la mano. La mira, remira e incluso me parece que la huele, finamente, cual grifón. No dejo de mirarlo a los ojos, con cara de porfavorcito, dale un mordisco de una vez, que nos va a dar en la trona la hora de la merienda. Lorenzo, que mira con idéntica intensidad que un señor con bigote de Hornos de Moncalvillo, se me queda mirando, fijamente, y me espeta:

– ¡Come tú, mamita, questá muygüenooooo…! – Y me espachurra la croqueta contra la boca.

Odio el pollo.

Odio el pollo con todo mi ser.

No puedo con la idea de comer aves, así en general.

Fibrilo con la idea de tener que masticar carne que un día tuvo plumas.

Pero aquí estoy, aguantando el tipo: educar es dar ejemplo, sea como fuere, al precio que sea, incluso, masticando lo impensable.

– ¿Ti ushta, sí, mami…? – Pregunta, mientras se anima a hacer él lo propio, dándole un mordisquito minúsculo.

– Mencantaaaa… – No trago, engullo. Sólo quiero bajar la bola de bechamel de una vez.

– Mami, ¿te pican las croquetas…? – Nicolás se acerca, y me limpia una lágrimita incipiente, que, sin duda, evidencia mi asco supino – A mí, cuando tomo picapica me pasa igual: lloro muchísimo.

– Lorenzo, ¿te da de comer papi? – El paciente padre, que sabe de mi pollo-fobia, sale en mi defensa, sin exponer lo ilógico de mi manía. Sólo me mira, ladea la cabeza, y me desliza una servilleta de papel por si la cosa acaba en puaj.

– Nooo, Lorenso come solitoooo…

Y ante los ojos fascinados de su padre, su hermano y su marchitada madre, el bebé se pone a comer a lo loco, sin medida, como si se le hubiese encendido el interruptor del ‘me muero de hambre’. Lo que diez minutos antes era una afrenta, un no me gustan las croquetas, y croquetas culo, ahora parecía ambrosía, comida de Dioses, aunque el mío sea un diosito en pequeñito. Come una detrás de otra, con expresión de espero haya más en la cocina, porque me voy a poner morado a bolitas fritas. Nicolás me mira, se encoge de hombros y me extiende la Tablet.

– ¿En serio, mamita, el bebé ya está comiendo y a mí nadie me ha puesto otra vez mi peli de Bob Esponjaaaa…? – Se acurruca de nuevo muy pegadito a la trona de su hermano – Esta casa es una locura…

¿¡Eeeeh!? El paciente padre y yo nos miramos, y le damos a la cabeza, alucinados (sí, yo sí puedo usar el término, porque mis 41 años y medio me lo permiten. El medio también me lo adjudico, que se ve tiene su condumio…). Lo de que esta casa es una locura, razón no le falta, porque basta espiarnos cualquier día, a cualquier hora, por el agujerito de la puerta, pero que la apreciación la haga uno de los Main Character de la película de esta nuestra vida, pues no deja de tener su guasa. Y aún así, yo más te adoro: son genialidad absoluta.

– ¡Claro que es una locura! Y bendita locura… – Sonrío, miro al paciente padre, y acaricio el cogote de mi mayor.

– Amén… – Apostilla Nicolás, sin mirarme.

– ¿Cómo dices…? – Vuelvo a alucinar (40 años y medio, vuelvo a poder). Amén, mi hijo ha dicho Amén.

– Que Amén, porque cuando algo es bendito, se dice Amén, ¿no? – Argumenta, como si supiera de lo que habla.

– Y sí, más o menos sí…

Una vez más, aquello de los niños son esponjas, vivan o no vivan en Fondo de Bikini, es una verdad absoluta. Hacen lo que ven (a la croqueta de pollo que me acabo de comer me remito), repiten lo que oyen (alucino con su Amén), se relacionan como les enseñes. Nos guste o no, nos venga bien o mejor, los padres somos el laguito en el que buscan reflejo, así que cuando los porque no, los no quiero, los por qué siempre me toca a mí entren por la puerta, no nos queda otra que pergeñar táctica aliada, hacernos con el mando de la protesta, aunque para ello haya que tragarse fobias y mieditos. Odio el pollo, pero también las arañas, y aquí estoy, intentando olvidar el sabor que me invade la garganta, y espachurrando todo lo que tenga ocho patas. Yes, we can, que decía el señor Obama…

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