Belleza y fealdad de las palabras

Pedro H. Pineda / EL ARTE DE ESCRIBIR

Dicen los lingüistas que hablar es hacer frases, aunque sean de una palabra. La oración —se afirma— fue antes que la palabra, “en el sentido de que las primeras palabras eran, oraciones». Así, cuando el hombre primitivo dice “ciervo” o «búfalo», no lo hace para designar a estos animales, sino para emitir un juicio, como “el ciervo viene» o “el búfalo ataca”.

Análogamente, el balbuceo del niño que empieza a hablar. Cuando el pequeño mal pronuncia “guagua» o “tate», en realidad está diciéndonos que «viene el perro» o que quiere chocolate.

Admitida, pues, la tesis de que no se escribe sólo con palabras, sino con frases, forzoso será reconocer que la belleza de un texto escrito no reside en los vocablos aislados, sino en su artística trabazón; depende del modo y sabiduría en utilizarlos; de su empleo más o menos correcto: de su mejor o peor engarce en un trozo literario. La belleza o la profundidad resultan de lo que, sirviéndonos de las palabras como mero vehículo, hagamos sentir o pensar al lector.

La descripción de un paisaje —valga el ejemplo— no es más bella porque utilicemos vocablos más o menos sonoros o “distinguidos», sino porque, al escribir, llevemos al ánimo del lector esa belleza que intentamos plasmar, haciéndole partícipe de la misma. De análogo modo, la calidad estética de un cuadro no depende de los colores empleados por el pintor. Los pigmentos están a disposición de todos los artistas en el comercio, como las palabras están, para uso de todos en el diccionario.

Se cuenta —y el ejemplo viene a cuento— que el gran Van Gogh pintó un día uno de sus inimitables lienzos con sólo dos pigmentos, los que en aquel momento tenía a mano: polvo de añil y hollín de chimenea. Con tan pobre material hizo una obra de arte.

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A pesar de lo expuesto (y uno respeta las ajenas opiniones porque no es misión del que esto escribe «sentar cátedra») hay quien cree en la belleza de las palabras “per se”.

La voz «cristal», por ejemplo, obtuvo el primer premio en cierto concurso organizado por un periódico literario, para decidir por votación cuál era la palabra más bella. Y a «cristal», podríamos añadir por nuestra cuenta otras no menos bellas: “azul», “plata», “nube» y “viento».

Bien está el dato como simple curiosidad literaria, pero desengañémonos a tiempo: no seremos nunca grandes escritores por muchos “cristales» que intercalemos en nuestra prosa. No; no hay palabras bellas ni feas. Lo que importa no es el sonido del vocablo aislado, sino su cadencia dentro de la frase. Incluso palabras que, aisladamente pudieran sonar mal, pierden su disonancia si sabemos rodearlas, enguatarlas, con otros vocablos apropiados, que atenúen el posible mal sonido.

Escribir pendiente sólo de las palabras “bellas» es caer en narcisismo literario; es caer, y ahogarse, en las aguas en que el propio Narciso se contempla.

Ese vocablo que se yergue en la frase por su sola y simple sonoridad, por su rareza de piedra preciosa, es como pincelada color naranja caprichosamente puesta entre el verde sobrio de unas ramas de olivo.

Lo que interesa —al menos en la sana prosa—, lo que creemos debe interesar al lector, que es para quien se escribe a fin de cuentas, no es la voz más o menos bella por sí misma, sino la palabra propia. No es «azul», ni «cristal”, ni “brisa”, “fuente” o “luna”, sino color, transparencia, rumor, luz…, es decir, lo que no puede expresarse con una sola palabra, aunque un vocablo baste a veces.

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