Susana Gisbert
Cuando era pequeña, recuerdo que en el colegio, llegadas estas fechas, organizábamos la “amiga invisible”. Duraba una semana aproximadamente, y consistía en que cada niña de la clase cogía un papelito de una cesta con los nombres de todas y, en riguroso anonimato, debía obsequiar durante esos días a la que le había tocado en suerte. Cualquier cosa valía, un lápiz, un caramelo o una nota, para que la asignada se sintiera obsequiada. Y de verdad hacía ilusión llegar cada día a primera hora o tras el almuerzo y mirar en el pupitre y la silla en busca del regalito que, el último día, era un detalle más especial. Aunque confieso que a mí me hacía casi más ilusión que buscar el detalle, escoger el momento para dejarlo sin ser descubierta, y tratar de escudriñar en su cara si le había gustado, mirando de reojo para que no sospechara. Y todas entrábamos en el juego, incluida la profesora, aunque siempre cruzábamos los dedos para que no nos tocara ella. Cosas de niñas.
El juego se popularizó, y hoy se practica en muchos ámbitos, tanto en familias com en grupos de amigos. Aunque no tiene la gracia de entonces. Y no porque yo ya no sea aquella niña con uniforme de colegio, que también, sino porque ha cambiado la naturaleza. Ahora consiste básicamente en pactar una cantidad máxima y mínima para intercambiar regalos el día señalado. Nada de esconderse para dejar un trozo de regaliz, ni de escribir una nota cariñosa, ni de afilar los lápices de la amiga invisible. Nada de dar la sorpresa que me causó a mí ver que mi amiga anónima se había molestado en arreglar mi siempre caótico pupitre.
A buen seguro, el coste de los regalos se ha multiplicado, pero la magia se ha dividido y, hasta en ocasiones, se ha esfumado. Porque muchas veces vivimos esas costumbres como obligaciones sociales, por las que pasamos como por la de comer turrón o beber cava, aunque el resto del año ni los probemos porque preferimos mil veces tomar otras cosas.
No sé si en los colegios seguirán teniendo esa costumbre, o ha evolucionado al regalo único a precio tasado. Pero quizás habría que recuperar esos cachitos de ilusión que en un momento nos hicieron felices. Y no solo en los colegios. Podría hacerse así en las familias, en grupos de amigos y hasta entre colegas de trabajo. Y quizás nos ayudaría a descubrir cosas desconocidas de personas a las que apenas hacíamos caso. Para dar y para recibir. A veces, un simple mensaje de móvil en el momento más oportuno puede valer mucho más que un obsequio con ticket regalo para cambiarlo.
Es cuestión de planteárselo. Tal vez vale la pena intentarlo. O no.
@gisb_sus
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