Entretenimiento

Senderos de amor, caminos de ida y vuelta

Los padres de los 80, no tenían a mano un canal de dibujos en horario non stop, una tablet para jugar a los puzles o Mario Bros Race, un Iphone en que el tirarse un buen rato grabando vídeos con caritas de perro

Noe Martínez / LIVING LA VIDA MADRE

SUGERENCIA MUSICAL, «Hera I go again», de White Snake

 
Nada como un bonito no-puente que ya no se lleva la corriente, para acordarte, con reverencia y santísima devoción, de tus padres, que antaño tiraban de ti y de tu hermano, con idéntica dedicación que ahora lo hago yo de mis hijos, sólo que ellos no tenían, entonces, tantas ayudas externas. Y no me refiero a abrazos humanos, que son el mejor de los apoyos, cuidado impagable, sino que ellos, los padres de los 80, no tenían a mano un canal de dibujos en horario non stop, una tablet para jugar a los puzles o Mario Bros Race, un Iphone en que el tirarse un buen rato grabando vídeos con caritas de perro, de oso panda o quizá de bailarina del Bolshoi. A ellos, los papás abnegados y resilentes de aquella época dorada y prehistórica, les dedico este post, porque nunca tanto la admiración asoma, como cuando el cansancio eres tú.

Once upon a time…

– ¡Mamiiii, me aburrooooo…! – Digo, con mimos, esperando que mi extra de drama tenga su recompensa inmediata.

– Pues recorta trajes para la mariquita, que es tan bonita – Ella. Mi madre. Locura de amor.

Y ese era el comienzo de una gymkana de acontecimientos, que podían tener o no que ver con el ocio y el entretenimiento infantil. Porque para los nacidos en el 19 y muchos, lo de entretenerse no tenía que ir siempre acompañado de un sello de la CE, ni estar exento de CFCs, colorantes plásticos no testados en animales o, sin ir más lejos, ser un juguete ad hoc: los niños de los 80, aun a suerte de haber nacido en una casa en la que el principado llevase tu nombre, éramos como los aborígenes de la isla de Pascua: miedo, quién dijo qué, quién dijo cuándo, quién dijo a qué.

– Pero mi tijera corta maaaal, ¿me dejas la de la caja de los hilos? – La emoción la inventé yo.

– Vaaale (la tengo hasta el moño, como véis…), pero ten cuidado, eh, que corta como un demonio… –

Ladea la cabeza, porque intuye (por qué será) que esto puede acabar siendo una no-buena idea.

La tijera de la caja de los hilos es la guillotina de María Antonieta. Aún no tengo edad para saber qué es guillotina, no sé quién c*ño es María Antonieta, pero sé lo que es cortarse, porque soy muy proclive a las lesiones por multiatención, es decir, por atender a todo y a nada. Aun así, las tijeras de la costura son la atracción del mundo mundial, y lo son por un montón de cosas, pero la más, más, más, es porque son de mamá. Lo de que sean doradas, que imiten a una cigüeña, con su pico a modo de punta, ready to hacer trizas lo que sea, o picotear un dedito, llegado el caso. La tijera de costura, toda para mí.

– Ya verás que vestidazos le voy a recortar a esta muñeca: ¡va a parecer una Barbie…! – Digo, fascinada.

– Con que conserves los diez dedos al terminar, a mí ya me vale, nena…

Y mamá abre la caja de los hilos y me da el artículo fetiche. No, no os confundáis. En casa no practicamos la educación femenina en sus labores, pero tampoco huimos al hecho de que cuantas más cosas sepas hacer, más libre eres. Si se descose un botón, saber qué hacer al respecto te saca de más de lío de última hora. Así pues, tenemos caja de los hilos, pero siempre he oído decir que es de uso común, porque en casa, bastillas, botones y dobladillos, llevamos todos en la ropa. Lógica aplastante, tomo I.

– ¿Qué te parece si le hago unas olitas así al vestidito, mamiiii…? – Si Balenciaga levantase la cabeza, no digo más.

– ¡Ayayayayay, Nooooe, por favor! Nena, m-i-r-a para el papel, que te podas un dediño… – Ahí estaba ella, desplegando sus alas de madre, interponiendo su propio dedo en pro del bienestar (y buen contar) de los míos. Afortunadamente, yo seguía teniendo diez. Ella, nueve y medio.

– ¡Ves, ya te lastimaste…! – Impresionada, veo como mamá se chupa el dedo, en un adulto sana, sana, me c*go en la p*ta rana

– ¿Pero cómo se te ocurre meter el dedo delante del pico de la tijeraaaaaaaaaa?

– ¡Noe, o estás a lo que estás, o se acabó la tijera de la caja de los hilos! – Pobre, la miro con ojos de niña de seis años, ignorante de que mucho tiempo después, cuando la vida me deje en la puerta dos soles a los que amar, seré yo la que ponga el dedo, la mano y pie para que a ellos nada les dañe. Aquí estamos, siguiendo la estela de quien amó primero, y me hizo entender que nada hay más adictivo y sano que eso.

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– ¡Noooo, no me quites la tijera de la caja de los hiloooooos, que no acabéééé…! – Hago mohín, más fariseo que vete tú a saber qué – Es que si no, me aburroooooo…

Mi madre me mira, porque sabe que aburrirse no lesiona, y ganas le dan de quitarme la tijera de marras, y dejarme las ceras Manley, aunque con ello la moqueta de la habitación esté en riesgo constante. Pero, como mamá es muy de confiar en su cabaña lanar, en sus ‘niños de su vida, eres guapo como yo’, levanta el dedo índice, muy de mandar en esta casa, y me dice:

– Tú, cortar, te cortas, Noe, pero es la última vez que te dejo las tijeras de mayor: ¿me oíste? – Chanchanchanchán. BSO Tiburón, también muy de los 80, estoy temática, ya ven.

– Que no me corto, jooooo…

Y aun no acabo de decir joooo, y me largo un tajito maravilloso, uno de esos que no es mucha cosa, pero me quejo como la princesa del guisante, escondiendo el dedo en el otro puño. Lloro lágrimas negras, e impido que mamá pueda ver la dimensión del asunto. Caos que te caes de culo, porque ella muere por el sentimiento de culpabilidad (la tijera, p*ta tijera, como si lo viera…) y de dolor infinito, pensando en que la pupaza que digo tener.

– ¡Ay, Dios mío, déjame ver…!

Mamá no me mira del dedo: me lo arrebata. Me coge la mano con tanta firmeza, nunca brusquedad, que oponerse es imposible.

Si una cosa he aprendido de ella, es que la decisión y la cordura en los momentos de tensión familiar, son prioritarios. Así me estuviese cayendo el dedidito, en su cara yo siempre vería un ‘no llores, pequeña, que quedó por donde atar’.

– Mira, mira… – Mamá arquea las cejas y chasca la lengua – ¡Es que, es que…! ¡Anda, anda quééé…!

Y del bolsillo de mamá sale mágicamente una tirita. Pero no una cualquiera, sino una de las molonas, de las cuadraditas, aunque de color braga faja, eso sí (en los 80 todo lo sanitario debía remitir a ortopédico, por decreto ley o algo…). Con sumo cuidado y con mis lloros y lloritos de por medio, me la pone, feliz de comprobar que ni corte ni ná: tengo un pinchazo de punta de tijera de los hilos, eso es todo.

– Es que me duele muchísimo mi deditooooo… – Snif. Snif. Snif.

– Más me duele a mí tu dedito, y para mi dolor no hay tirita cuadradita que valga…

Mamá me abraza asíííííi, infinito, y hace conmigo una croqueta. Tengo el índice poseído por el espíritu de ‘si quieres un Donut, levanta un dedo’, y con él apunto al cielo, por si hay suerte. Ya no me duele tanto, quizá ya ni me duele, pero se está tan superguay dentro de los brazos de mamá, que para qué decir lo propio.

– ¡Ya casi van a dar las seis: hora de dibujos! – Ella mira el reloj, y suspira, no sé si de alivio o de cansancio. Quizá las dos cosas, ahora ya sé que el tándem va como regalo con la maternidad.

Me levanto como si me pinchasen con un alfiler y empiezo a vociferar, pasillo adelante:

– ¡Queempiezaaaanqueempiezaaaanqueempiezaaaaaaan…!

Qué empiezan. Los dibujos, claro. Y como niños de los 80, que sabemos lo que es que la tele cierre por descanso del personal y que nos pongan una bola multicolor, a modo de sartén, con la que había que entretenerse hasta que llegaba el ansiado momento, mi hermano y yo corríamos al salón, no fuese a ser que empezase antes, y nos perdiésemos uno de los treinta minutos de ocio televisivo diarios que había de lunes a viernes.

– Aun falta un poco, no hace falta correr… – Ella sonríe – Sois dos loquitos guapos, ¿lo sabéis?.

Asentimos, sobrados de autoestima. Y mamá aprovecha que falta un ratito para que Barrio Sésamo abriese sus puertas, para hacernos un bocata descomunal de Nocilla o Foigras tapa negra, tan de rechupete que no podía ser más. Seguramente, el bocata no era tan descomunal (cuestión de perspectiva, claro), pero yo lo recuerdo así, tan grande y tan apetecible, como las tardes en las que ser niño era parte del increíble regalo de tener familia. A ellos, que tanto nos aguantado, nos cuidado, nos han querido, sin más ayuda que sus ganas de hacernos felices. No es melancolía, que qué mal tendría, sino devoción magnánima: ¿cómo lo hacíais? Madrecita María del Carmen…

noemartinez.es

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