Señoras y señores

Susana Gisbert

Señoras y señores. Así empezaban muchos espectáculos, dando una de las pocas muestras de lenguaje inclusivo en una época en que ni siquiera sabían que lo fuera. Por desgracia, ahí acababa también todo vestigio de igualdad. Y, aunque creamos que hemos recorrido un largo trecho, todavía nos falta para llegar a la meta.

Hace apenas unos días saltaban las alarmas acerca de la faja de un libro. Presentaban a la escritora Elena Garro en función de la relación que había tenido con determinados hombres, también escritores, a los que no citaré para no caer en el mismo error. Como si su obra no tuviera importancia de no ser por lo que hizo en su vida privada y siempre vinculada a otras figuras masculinas. Para alucinar. Hasta el punto que hubo quien hizo el montaje en sentido opuesto, esto es, una supuesta faja anunciando a autores como Borges o Lord Byron haciendo alusión a su relación con mujeres. Y parece que solo así se veía la ridiculez de la reseña. Tanto es así que, según tengo noticia, la editorial en cuestión ha retirado la faja de la discordia.

Pero lo triste del caso es que lo que parece una anécdota es mucho más. Tan interiorizado que a veces no nos damos ni cuenta. Tal vez por eso nadie le dé importancia a que hayan tenido que inventarse eso de “rey emérito” para el rey que abdicó porque solo estaba previsto lo de “reina madre”, y parece que lo de “rey padre” sonaba mal. Quizás sea por esa misma razón por la que hasta el Código Penal –que data de 1995- hable de “la reina consorte o el consorte de la reina”, dando un nombre distinto según sea el sexo del cónyuge de quien ostente la jefatura del Estado. Y, obviamente, suponiendo que, salvo catástrofe sucesoria, será un varón, ya que hasta el día de hoy nadie ha dignado cambiar el precepto que, en orden a la sucesión de la corona, establece la preferencia del varón sobre la mujer.

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Y, aunque la mayoría de países que todavía conservan la monarquía como forma de estado ya han derogado normas similares, tampoco pueden echar las campanas al vuelo. Y no pueden porque hasta las mujeres con más altas responsabilidades políticas son conocidas por el apellido de su cónyuge, como Margaret Thatcher, que por muy dama de hierro que fuera paseaba por el mundo el apellido de su señor esposo. O como Hillary Clinton, que, de haber logrado llegar a presidenta, lo hubiera hecho con el apellido conyugal

Así que no están tan lejanos los tiempos en que mujeres de la valía de Marie Curie, la científica por antonomasia, paseaba un apellido distinto de aquel con el que nació, acompañado en su caso de la referencia a su estado civil, al pasar a la Historia como “Madame Curie”. Aun así, ella tuvo su propio reconocimiento, no como muchas otras, como Alma Mahler, Clara Schumann o Anna Magdalena Bach, cuyo talento musical quedaba invisibilizado por los hombres a los que estaban ligadas. Los ejemplos son muchos, pero sus nombres son difíciles de encontrar en cualquier manual al uso.

Uno de los casos más llamativos es el de la actriz Hedy Lamarr, más conocida por sus películas que por haber inventado el precedente del actual Wi-Fi, la cual llegó a decir que su belleza impedía que la tomaran en serio.

Por eso, antes de pensar que la dichosa faja es una metedura de pata sin más –que lo es-., reflexionemos. El mundo está lleno de esas pequeñas –y no tan pequeñas- muestras de desigualdad. Y ya es hora de seguir dando pasos para ser cada vez más iguales. ¿O no, señoras y señores?

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