Susana Gisbert
No puedo evitarlo. Cada vez que oigo ese nombre se me ponen los pelos como escarpias recordando la preciosa canción de Pablo Milanés. Pero esta vez no. Esta vez no fue así. Esta vez los pelos se me pusieron como escarpias por otro motivo. Por desgracia.
Yolanda tenía una edad parecida a la mía, una hija como la mía y escribía, como yo hago, sobre violencia de género. Ella sabía cuáles eran las señales, conocía el procedimiento, estaba informada de los recursos a su alcance. Podría haber estado conmigo declarando en el despacho, o compartiendo una mesa redonda, o tomando un café. Podría haber coincidido con ella en el autobús, en la panadería o en una reunión de madres de colegio Pero ya no podrá ser.
Ignoro si cuando escribió sobre la última –penúltima- mujer asesinada por violencia de género pensaba que ella podría ser la próxima o si por el contrario pensaba que a ella nunca podría llegar a ocurrirle. No sé si imaginaba un final tan triste para sí misma o si jamás lo hubiera imaginado. Pero así fue.
Tal vez Yolanda, sin saberlo, minimizaba la culpa. Tal vez se sentía culpable y por eso no lo denunció. Tal vez pensaba que lo grave era lo que pasaban otras, no lo que pasaba ella. Tal vez se escudaba en el bienestar de su hija, o en el de quienes la querían. Tan vez incluso sentía pena del propio maltratador. O, tal vez, estaba tan asustada que ni siquiera era capaz de pensar más allá de la meta de acabar el día sin ningún sobresalto, de sobrevivir un día tras otro, una semana tras otra.
Pero quizás Yolanda emitía señales que no supimos ver. Y todos le hemos fallado. No hemos sabido crear una conciencia para que alguien supiera leer entre líneas, o para que ella se sintiera segura para dar un paso adelante. No hemos sabido crear una sociedad que apoye, ampare y proteja a las víctimas, aunque ellas mismas no se reconozcan como tales.
Y ahora es tarde. Ahora Yolanda ya no está con nosotros, y esa hija que es como la mía ya jamás podrá disfrutar de su madre, como no podrán disfrutar su familia, sus amigos y amigas o sus lectores. No podrá seguir alertando desde sus artículos del peligro que corremos todas las mujeres, ni podrá compartir con nadie mesas redondas, autobuses, reuniones o cafés. Es posible, incluso, que tuviera la agenda plagada de compromisos que nunca podrá cumplir por la venidera semana contra la violencia machista
Yolanda puede ser cualquiera. Teresa, María, Rosa, Virtudes, Susana, Carmen, Jennifer u Ofelia. Ninguna está a salvo. Y tal vez también, esté sentada a nuestro lado compartiendo mesas redondas, autobuses, reuniones o cafés. Emitiendo señales que rebotan contra un muro de indiferencia. E incluso aguantando la incomprensión de quienes son incapaces de ponerse en sus zapatos.
No volvamos a fallarle. No dejemos que su voz se apague para siempre en ese garaje donde segó su vida quien más debía de haberle querido. Y pensemos que en un autobús, en una reunión o en un café puede estar sentada otra Yolanda, y que podemos hacer que tenga otro final. Se lo debemos a ella, a sus seres queridos, y a todas las Yolandas del mundo.
Reaccionemos. Por ellas. Y ojala llegué el día en que una canción con nombre de mujer sólo ponga los pelos como escarpias por lo hermoso de su letra y su música.
@gisb_sus
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