Entretenimiento

Halloween, calabazas sin princesas

El pequeño lleva puesta una careta de Bubble Guppie y una peluca de Jackson Five. No obstante, él se ve muy lobo, muy feroz

Noe Martínez /LIVING LA VIDA MADRE

SUGERENCIA MUSICAL, «Sangre caliente», de Kiko Rivera

 

Odiar es feo, quizá muy feo, pero si lo que odio es el tinglado de Halloween, pues tampoco debe ser tan grave la cosa. En mi época (genial, ya puedo hablar de mí como un Ford de manivela), sólo había dos momentos lícitos en los que acogerse al esperpento: carnales y el festival de fin de curso, ambos eventos esperados con igual ilusión, con igual nerviosismo, con igual duda cartesiana, de si mamá daría acabado el disfraz antes del día D, a la hora H. Pero ahora, que soy yo la que toma el testigo de casi todo, incluso en la tarea del buen amar, tal y como un día me amaron a mí, me debo a mi público. Ellos, mis niños, para los que cualquier día es bueno para ponerse un lo que sea y pasearse por casa emulando a Lobezno, con guantes de boxeo y el mandil de mamá, el hacer primorosos (léase con ironía loca) cupcakes.

– Soyunbobofirooooosh…*

Soy un lobo feroz*. El pequeño, que está en ese momento en el que todo lo que implique tensión, miedito y misterio le gusta más que a mí una siesta, se me acerca, impostando una voz muy lupus, lupi. Lleva puesta una careta de Bubble Guppie y una peluca de Jackson Five. No obstante, él se ve muy lobo. Él se ve muy feroz. Y ni lo uno ni lo otro, oigan, pero hay que aguantar el tipo: la ocasión lo requiere.

– ¡Ay, qué sustazo! ¡Vaya sustazo, eh….! – Imposto un salto mortal, porque el lobo-casi-feroz emite sonidos que me recuerdan a un soprano con ronquera.

– Mamá, el bebé no da susto ni nada… – El mayor interviene, aportando toda la cordura que puede manar de un zombie con corbata, tridente de demonio y una diadema de leds, tan de fin de año que sabe a campanada y turrón Antiu Xixona – ¡Susto doy yo…!

– ¡Caramba, es verdad…! – Y vuelvo a asustarme, protegiéndome la cara con las manos, a modo de persianilla veneciana – Yo, es que veo un zombie, y me entran ganas de salir por piernas. Qué horror…

– SooooombiiiiiiKikolááááásh…

El pequeño, en aras de su tendencia espejo (imito más que hago), quiere ser tan terrorífico como su hermano, pero, con sinceridad: ninguno de ellos conseguirá serlo jamás, porque con esa cara de amor redondito, difícil lo veo. Sin embargo, ahí está Halloween, con sus muertos vivientes, sus maquillajes carniceros, sus ropajes de homeless ensangrentado, sus brujas pirujas y sus calabazas melladas. Todo les gusta a mis niños, todo les encaja, porque todo es trepidante y terrorífico, pero mucho me temo, porque sé a los valientes que he parido, que no tienen ni idea de qué va el asunto. O sí.

– ¡Qué vas a ser tú un zombie, cosa guapa, que te como la cara todaaaa…! – Cojo la cara de mi pequeño con las manos, haciendo que sus mofletes hagan de su labios una boquita de pez. Glup, glup, glup, glup.

– ¡Claro que no es un zombie, mamita…! – Arguye el mayor, rascándose el culo con el tridente de demonio – Los zombies son muertos delgaditos que duermen bajo tierra, y Lorenzo es gordito y no duerme casi nunca…

– …O nunca, ya puestos… – Apostillo, dándole la razón a mi mayor, sin dejar de reír su certera apreciación – Pero Lorenzo es un zombie molón: ¿no ves que carnes maravillosas tiene…?

Le muerdo las piernas al pequeño, y el mayor hace lo propio. El bebé, que es feliz con el maremagno de arrumacos, no ceja en su empeño de ser un lo que sea fiero y horroroso, aullando sin parar, entre risas y gritos de Lorenzoesunsoooombiiiiiii. En un momento dado, tanta es la risa, tanto es el despendole y tanto esfuerzo le cuesta el aúllido, que el pobre suelta un pedo que ríete tú de la puerta de un castillo en el que no hay 3 en 1. Largo y prolongado, ruidoso y nada contenido, impropio, en todo caso, de un niño tan pequeño. De un culete tan pequeño.

– ¡Ostrás, mamita! Un zombie no será, pero tiene el culete podrido, porqueeeee…

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El mayor se aparta a la velocidad de la luz, tapándose la nariz; allí nos quedamos, tendidos en el suelo, el casi-lobo-feros-aprendiz-de-mofeta y yo, que no dejamos de reírnos porque nada como un cuesco para que todo se vuelva hilaridad.

– Nicolás, deberías estarle agradecido a tu hermano: los pedos matan fantasmas, ¿sabías? – Digo, rotunda.

– Aháááá… – Vaya trola, mi madriña (aunque tendría su aquel, la verdad), pero en una imaginación prodigiosa como la mi mayor, cualquier comienzo de historia es posible, porque sus argumentos son alocadamente maravillosos – ¿Tú sabías que comer lentejas hace muchísimos purruneeees…?

– ¡entejaaaashnooonsonriiiiicas…! ¡Lorensoooonoquiereeeentejaaaaaash…! ¡Auuuuuu….!*
* Las lentejas no son ricas, Lorenzo no quiere lentejas, auuuuuu (es un lobo, no se olviden)

– Ven, pequeñito, ven, que nadie te va a dar lentejas, ven… – Me troncho, mismamente, porque cada uno con sus miedos. La idea de que una avispa me cante rancheras al oído me deja paralizada. Por lo visto, y a juzgar por la huída y su posterior atrincherado, la lentejas son ánimas del purgatorio en busca de justicia eterna…

– ¿Pues sabes qué…? – Dice mi mayor, circunspecto y con la seriedad del que tiene cinco años y ganas y de tener cinco y medio y que se le caiga un diente de una vez por todas – Que el cole debe estar lleno de fantasmas, por eso nos dan lentejas tantas veces: prrr, prrr, prrrrr…

Y con el culo en pompa y haciendo onomatopeya de lo propio, se pasea de lado a lado del salón. El pequeño, aun agazapado tras el sofá por si llega el ataque lenteja, asoma sus ojos redondos por la careta de Bubble Guppie, para asegurarse de que sea lo que sea lo que nos invade, no se coma con cuchara.

– ¡Vaya, alguien va disfrazado de metralleta…!

El paciente padre, recién llegado a la estancia, aplaude aquel aquelarre de mascaritas sin criterio. Nos mira, incrédulo y divertido, porque más que disfrazados, parecemos una vedette con síndrome de Diógenes: nos hemos puesto encima todo. Pero todo. No ha quedado un complemento atrás. Ni tan siquiera un silbato de árbitro de fútbol, con el que los niños llevan media hora dando por saco.

– No soy una metralleta, papito: ¡soy una máquina de pedos-mata-fantasmas! – Y otra vez prrr, prrrr.

– ¡Qué me cuentas…! – El paciente padre colapsa de risa – ¿Y matas muchos o matas pocos?

Y oímos otra vez un super ppppppppppppppppprrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr, y todos nos giramos hacia el Bubble Guppie, que nos espía desde la trinchera-sofá. Notamos por el pliegue de sus ojitos, que se está riendo, pero no lo vemos, porque tiene la boca sellada con el respaldo (no vaya a ser que lleguen las lentejas….).

– Bueno, mato los que deja vivos Lorenzo, claro…

Despelote. Ataque de hilaridad supermil. Ocurrencia y genialidad made in Nicolás

Es lo que tiene, en celebraciones de muertos que no lo son tanto, zombies queribles y lobos con idéntica fiereza que un caniche, las máquinas mata fantasmas son un acierto, un pleno al quince. Sólo por la risa, ese bálsamo cura pupas+cansancio+noches de Dalsy y colito, esta caca de fiesta sin gusto, sin gracia y, si me lo permiten, con menos atractivo que un supositorio, ya ha merecido la pena. Disfrácense con libertad, a mí el de mamá del amor tenebroso y eterno es el que mejor me sienta. Truco o trato, ya ustedes deciden, faltaría más.

noemartinez.es

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