Compartir es un juego de malabares

«¡Zas! Se montó la gorda. Pero la gorda y la mundial. Un niño de cinco años, exasperado, gritando aquello de ‘es que ni lo toqué, me lo quitó y ni lo toqué’»…

Noe Martínez / LIVING LA VIDA MADRE

SUGENRENCIA MUSICAL, «Compartir», de Carla Morrison

 
– ¡Pero es mío, mamita…!

– Ya, pero lo que hay en casa, es para todos.

Mi mayor no entiende muy bien eso de que la propiedad privada, cuando hay hermanos de por medio, deja de ser propiedad y deja de ser privada, sobre todo, en cuanto hay disputa de por medio. No, no soy yo de educar en algarabía hippy comunera, pero a veces, en pro de la salubridad mental de los que habitamos esta casa, lo de compartir sí o sí, es impepinable. El Playmobil Guardián del Olimpo siempre será de mi mayor, porque es un regalo y, como tal, tenía tarjeta con nombre, que era el suyo, claro. Abrió el paquete con sus manitas, esperó con impaciencia a que su padre le montase tooooooooodos los complementos y detalles (mi talón saluda con cariño y afección a la madre del diseñador de la marca, porque no hay día que no me clave una espada/escoba/rifle/armadura/peine/bolso…). Esperó ansioso, igualmente, a que su padre se quedase fascinado con el nivel de detalle del juguete, comparándolo a los Clicks de su época, amén de aclarar que aún a día de hoy no sabe porque ya no se llaman Clicks, si tienen una cara de Clicks que meten miedito. El pobre Nicolás, haciendo acopio de ansiedad, salta y salta y salta, para hacerse con el muñeco, SU MUÑECO. Al segundo, aparece el bebé, y sin pedir permiso ni a Cutús, le quita el juguete.

¡Zas! Se montó la gorda. Pero la gorda y la mundial. Un niño de cinco años, exasperado, gritando aquello de ‘es que ni lo toqué, me lo quitó y ni lo toqué’, y un bebé corriendo a todo lo que le dan los rollitos de los muslos, con cara de ‘me lo vas a quitar cuando Peppa Pig esté colgada en el Museo del Jamón’. Así, con alegría familiar, y el caos campando a sus anchas, entro a intermediar. Todo Peace Maker tiene sus momentos chungos y chunguitos, dame veneno que quiero morir, dame veneneno. En un primer momento, lo que impera, es el arresto del objeto, después, un poco lo que vaya pidiendo el zipitostio que se haya montado. Lo de poli bueno, poli malo, lo tenemos más que asumido mi maridito y yo, lo que nunca sabemos es a quién le toca qué.

– ¡Tuyo…! – Le digo, tirándole por los aires el muñeco.

– ¡Mío…! – Intercepta, feliz el Playmobil-antes-conocido-por-Click, porque mientras se soluciona el tema de la propiedad privada y el compartir, le da chance a gozar un minuto de un viaje a la infancia (la magdalena de Proust 2.0, tal cual).

Cojo a los niños al vuelo, y los siento en mi regazo, uno en cada pierna. Los levanto cientomil veces al día, y cientomil veces al día pienso que pesan como un saco de hormigón. En cualquier otra circunstancia y momento de mi vida en el que amor no fuese el elemento cimentador, tamaño esfuerzo sería impensable. No es raro que quien te quiere como yo quiero a mis niños (mis padres), se hagan cruces-ave-maría-purísima, preguntando cómo puedo, cómo aguanto, cómo lo hago. Y siempre pienso lo mismo: porque no tengo opción, no tengo plan B. Criar a los niños es un buen ejemplo de filofía Yin Yang: entre lo extraordinariamente bueno y lo paranormalmente agotador. Lo único viable, cuando no hay otra forma de hacerlo, es equilibrar actividades físicas e intelectuales, haciendo que cambio de pañal y puzles puedan coincidir en espacio y tiempo. Cambio de pañal y sofocar rebelión para ir a la cama, no. Nunca. Never. Danger. Prefiero una digestión de gambas al ajillo, miren bien los que le digo.

– Nicolás, el bebé es pequeño no puede controlar las ganas de jugar con tus cosas nuevas… – Beso en la cabeza al mayor.

– Pero eso a mí no me importa, porque el Playmobil es mío y si es mío, tendré que jugar yo primero, ¿o es que no lo entiendes…? – Gimoteando.

El bebé, que habla su idioma, pero entiende esperanto, hace ademán de darle caricia a su hermano, porque camelar es su moneda de cambio; pero cuando ya casi, casi, ve a su padre mirando el pie del muñeco, y exclama:

– Nopapinoesosmíodameelmuñeca*

*No, papi, no, eso es mío, dame el muñeco.

Y Nicolás, que está de que le coarten sus libertades de expresión y pataleta en aras de que el bebé le coja el punto a vivir en sociedad, se levanta, y con los brazos en jarras, argumenta.

– Cosa uno: no es tuyo; cosa dos: que papito me dé mi Playmobil o me pongo a llorar más fuerte que el bebé. Esto no es normaaaal…

Y se deja caer en el suelo, con los brazos cruzados, a lo Anibal Lecter, con cara de emborricado perdido: morros fuera, mirada perdida, respiración profunda cual morlaco en toriles. El paciente padre y yo nos reímos, porque tiene más razón que un santo con aureola. No es normal que tengas un regalo y que tu hermano pequeño te lo birle, sin apenas haberlo rozado. No lo es, y sin embargo, en esta casa pasa. Y, permítanme la sobrada, supongo que en más de un hogar en el que haya niños, en plural. Da igual que atesoremos juguetes a tote parrote, que tengamos que sentarnos a ver la tele, flanqueados por una casita de resina de jardín, convertida en hangar de aviones y coches de Cars; da igual que la mesa de comedor haya pasado a mueble auxiliar de crianza infantil (cambiador, pañalera, toallias, mil y una crema para mil y una circunstancia dérmica, sueritos, mudas y un portátil salvavidas, ese que me ayuda a mantener la calma cuando la cosa se pone dantesca; el que inventó Youtube, ahí lo dejo…). Vale, pues de nada vale que tengas en casa todo Toys R Us, porque como el síndrome ‘Mío, mío, mío, sólo mío’ entre por la puerta, la tranquilidad salta por la venta…

– ¡Lorenzo, el muñeco es de Nicolás! – Trato de amainar su empeño a tirarse de mi regazo – Tú tienes otras cosas también muy chulas…

Señalo el mono loco al que se le cambia la ropa, el andador de avión, el puzle de las letras, los números, los animales, las formas, los colores, los transportes, la granja, los alimentos (y no tenemos uno de trajes regionales, porque aun no se dio el caso…). El bebé mira la dirección de mi dedo, incrédulo. Algo le dice que debo estar de coña si comparo un puzle (o mil) con un muñeco multicolor, con todo tipo de aderezos, que es n-u-e-v-o y, lo que es más atractivo y súper mejor, no es suyo. Intentar detenerlo, sin acabar esguinzada, es imposible, porque se tira en plancha a por su padre, que se apresura en ponerse de pie, y evitar que le sise el objeto de deseo.

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– Lorenzo, no es tuyo, es de Nicolás… – El padre ve como el bebé trata de treparle por las piernas. Visto desde mi perspectiva es todo muy pavero, porque el bebé parece un gecko subiendo un cocotero – Ahora juega él, y después te lo deja, ¿vale?

– Novaleesmíomuñecaaaa…

Excusa traducción, y aún así, que si quieres té, Marité, eso mismo. No se da por vencido, porque lo de que no hay propiedad privada, a los hijos más pequeños, suele beneficiarles. Raro es que el mayor se encapriche de un coche de Mickey Mouse, o globo de la Patrulla Canina. Sin embargo, que el bebé quiera comerse unas ceras de StarWars, hacer trizas un cromo de Hulk o pintar con un rotulador la mochila de Rayo McQueen, está dentro de lo más que posible. De ahí, lo inevitable, otra vez…

– ¡Jopetas, mamita, esto no es normal…! – Llorando a todo meter – Lo mío es suyo, y lo suyo es sólo suyo, ¡pues ya me dirás qué trato es ese…!

– Nicolás, lo suyo también es tuyo, otra cosa es que no lo quieras, pero él te lo deja… – Finjo, porque sé que al pequeño le gusta compartir, lo que a mí hacerme la cera…

– Pero a mí no me importa que lo suyo sea mío, porque a mí lo suyo no me gusta: a mí me gusta lo mío.

Me gusta mi Playmobil. ¿No me escucháis o qué…?

– Esoesunplimbilmía…*

– No, es un Playmóbil, pero no tuyo: es de Nicolás. Y juegas con él cuando te lo deje él, que seguro es dentro de un ratito corto.

Y el padre le devuelve a Nicolás el muñeco de marras, que a estas alturas, a mí ya me dan ganas de meterlo en el microondas, y a ver qué pasa.

– Noooo, se lo dejo si quiero, pero dentro de un ratitooooo largooooo…

El mayor se parapeta detrás de la valla que tenemos para evitar que el bebé se deje los dientes en la escalera. Feliz, sabiéndose protegido por la barrera, mira, embelesado su juguete. El pequeño, a lo King Kon, protesta a escape libre, dando tirones y tirones a la barras metálicas que lo separan de su hermano. Del juguete de su hermano, para ser más exactos.

– El próximo que le regale algo a los niños y no lo traiga por duplicado, se lo lleva tal cual lo trajo: ni el envoltorio le quito… – Digo, airada.

– Genial, nena, así la próxima navidad tendremos que compartir salón con el vecino, porque aquí ya no cabemos…

– Bueno, seguro que tiene un sofá cómodo sin manchas de mil vómitos y tropecientos potitos… – Me río.

– Ya, pero seguro que se nos come el jamón buenos de la nevera…

Y los dos al unísono, exclamamos…

– ¡Hay que compartiiiir, lo que hay en casaaaa es de toooodoooos…!

Qué difícil es ser padre, y sobre todo cuando hay que aplicarse el cuento. Ains…

noemartinez.es

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