Escuela de dolor

Antonio Gil-Terrón 

No hay manifestación más escandalosa que la rabieta de un niño llorando hasta encanarse porque quiere, y lo quiere ya, el juguete de su hermano.

Y claro, uno no puede evitar comparar esa estridente y ensordecedora escena, con la de una mujer sola, en el día de la madre, sentada con la mirada pérdida, junto a la ventana de su habitación, en la residencia donde sus hijos un día la dejaron.

Esa misma mujer que hace años también fue una niña, y que ahora, a pesar de los dolores que los años le han regalado, ya no se queja, ya no llora, ya no grita…; solo calla, mientras sus enrojecidos ojos delatan el dolor que muerde su alma con canalla dentellada, mientras mira el reloj y ve que la última hora de visitas ya acaba.

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El bebé y la anciana. El dolor inmaduro que grita frente al dolor maduro que calla, seco de palabras y lágrimas… con tan solo un suspiro que apenas se oye, pero que en el pecho como un puñal se clava.

Y es entonces cuando uno se pregunta si la vida no será una escuela de dolor, que nos va preparando para encajar nuevos sufrimientos, nuevos desafíos en la carrera por la perfección del alma. Porque si no, qué locura es esta; qué sentido tiene todo si al final no hay nada que justifique tanta lágrima derramada.

Pero lo hay, aunque ahora, al igual que el bebé que llora, no alcancemos a comprender el por qué.

 

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