Me subo las gafas y sigo con mi tutorial de Youtube, segura en mis fueros internos, de que yo podría tocar como Mark Knopfler si me lo propusiese…
Noe Martínez / LIVING LA VIDA MADRE
SUGERENCIA MUSICAL, «19 días, 500 noches», versión María Jiménez
Llamadme loca, pero una no acaba de ser absolutamente e irremediablemente adulta hasta que deja de contar los años por septiembres. Igual da que diciembre te recuerde que hay que cambiar el calendario, mudar el dígito y, quizá, también de talla, allá por día 31. Porque una cosa es lo impepinable (si se acaba el año, pues ya me dirás qué puedes hacer tú para impedirlo), y otra, universalmente opuesta, es que los ciclos de cosas pendientes, cosas por rehacer, cosas por intentar, cosas por buscar y casi nunca encontrar, siempre, pero siempre, siempre se cierran en septiembre. Qué tendrá este noveno mes del año, que todo huele a estuche nuevo, a agenda aun sin notas de comportamiento regularcito, a lápices que no han trazado todavía ni un corazón, que bien seguro al final no merecía la pena. Septiembre es y siempre será ese laguito insondable en el que lo que no pudo ser, quizá ya nunca será. O sí, porque si los remordimientos, al igual que las culpas de los beodos, flotan como catamaranes intrépidos y elegantes.
– Pues me vendría genial, no me digas…
En ese pseudo impás de silencio que hay entre un ‘mamá, quiero beber’ y ‘Lorentsoooo quere bajas al salón’* (se habla en tercera persona: Aída GH5 estaría orgullosa de su pupilo), el paciente padre y yo nos dejamos engullir por este sosiego en microcápsulas. Y como antes de la guerra de los mundos, antes del tinglado del tinglado de ‘todos los animales al arca, que se va a liar la de Dios es lluvia’; como muuuucho antes de que naciesen los niños que amamos hasta quedarnos secos de amor eterno, nos imaginamos que el hedonismo y la molicie no son pecado, y, de serlo, poca penitencia puede tener permitirse un cariño íntimo y personal. No, no hablo de sexo, que podría, pero hay cosas que cuando es padre 24 horas, 365 días al año y todo lo que dure el cartucho, aprende que es mejor no nombrarlo mucho el asunto, por si la ocasión se gafa. Y al igual que una plaza libre aparcamiento a las puertas de El Corte Inglés en rebajas, cuando surge, más felices qué Cutús, créanme. Sin reparos, a fondo, entregados y en cuerpo, alma e ilusión al ayuntamiento, siempre con la duda de si seremos quién de estar a la altura de los fuegos fatuos, antes de que alguno de nuestros miniyós nos recuerde que no han dado vacaciones a los esclavos…
– Pues apúntate, nena… – El paciente padre se asoma a la pantalla de mi Iphone (placer me da el adjetivo, que me otorga posesión y propiedad; a cualquier hora del día es de los pequeños: dejad que los niños se acerquen a mi Aple, que diría el nuevo profeta…) – Siempre has querido tocar la guitarrita…
– ¿¡La guitarrita…!? ¿¡Cómo la guitarrita…!? – Me aparto, contrariada, en parte porque el astigmatismo mata en mí si se me acercan de improviso (enfocar, cosa maravillosa si los años ayudasen) – Yo no quiero tocar la g-u-i-t-a-rr-i-t-aaaa. Yo quiero tocar la guitarra. Una guitarra de verdad, como la todo el mundo. No una g-u-i-t-a-rr-itaaa…
Airada, me subo las gafas y sigo con mi tutorial de Youtube, segura en mis fueros internos, de que yo podría tocar como Mark Knopfler si me lo propusiese; si me lo propusiese y:
a) Tuviese tiempo.
b) Tuviese tiempo.
c) Tuviese tiempo.
d) Y, tuviese tiempo.
– Estamos en ‘Zona libre de mosqueos’, eh… – El paciente padre busca acurruco bajo las mantas, propiciando un as de guía con mis-sus pies. En un all together de extremidades, prosigue su ‘estás ovulando, my dear, me hago cargo de tu humor furibundo’ – No quería menospreciar tu arte y tus dotes para con la música, maestra…
– Cuando te pones irónico me recuerdas a alguien de tu familia, pero no acabo de caer… – Me encojo de hombros, arqueo cejas, estiro los labios, cual ornitorrinco, y le echo la lengua.
– ¿Tiene bigote…? – Me pregunta el paciente padre, delirando de risa.
– Tiene, pero se depila… – Hago lo propio, acompañándolo en su jajá.
– ¡Me pillas! – Enjugándose las lágrimas, perlas acuosas de diversión – Podría ser mi tía Encarnita, pero esta temporada se lo está dejando largo. ¡Es que quiere ser Hipster, como su hijo!
– ¡Chhht…! – Exclamo, retorcida de la risa – Los Hipster son una raza muy falsa: no dejan ingresar en su tribu a cualquier bigote. En cambio, las manadas morsas marinas son más abiertas a la recepción de nuevos miembros…
– ¡Aháá…! – Me corta, divertido – ¿Estás llamando morsa a mi tía Encarni?
– Tú empezaste llamando guitarrita a mi guitarra… – Hago mueca de chincha, rabiña, que tengo una piña, que tiene piñones y tú no los comes.
– Tú no tienes ni guitarra ni guitarrita, amor… – Carcajada monumental.
– Ya, eso sí… – Retuerzo el morrito – En cambio tu tía Encarni sí tiene bigote. Hipster o Pancho Villa, pero tener, lo que se dice tener, tiene bigote.
Y cuando nos estamos encontrando la mar de cómodos, cachete con cachete, pechito con pechito y ombligo con ombligo, oímos como uno de los vigila- bebés nos reclama. Como siempre, y de nada vale que llevemos siendo padres por partida doble tres años, dudamos en quién es el que nos reclama. Nos miramos y decimos al unísono:
– Espera, si c*ga la cuna a patadas: ¡Lorenzo!
Y tal cual, oye. Ni que la intimidad que nos prestan no la midiese un relojero suizo, el bebé se pone a bailar un zapateado contra los barrotes de su cunita. Pudiera parecer que no es tanto el ruido, al fin y al cabo, es un bebé. Pero cuando se trata del nuestro, de Lorenzo, aquello no son pataditas: son penalties contra el muro del señor cura. Fuerza nivel Dios contra las maderas, emitiendo un ruido delirante, entre xilófono de peruano y batukada. Me levanto como un cohete, para evitar que el concierto despierte al mayor.
– Quédate al quite del otro vigila – le digo al paciente padre, aún a sabiendas de que eso es lo que haría, se lo dijese o no – Yo voy a poner orden en el tablado flamenco…
– Oye, pues llévate la g-u-i-t-a-rr-i-t-a, si tal, y os hacéis un qué sé yo por María Jiménez…
Y como la risa, la complicidad y el quererse hasta que le mundo aguante es el mayor de los regalos y la única tarea pendiente éste y todos los septiembres de nuestra vida en común, mi maridito y yo nos intercambiamos sonrisa, cojinazo y alguna que otra puya subida de tono, señal inequívoca de que hoy, igual que aquel septiembre antepasado, cuando los dinosaurios aun no sabían la que iba a liar el meteorito, una fuerza colosal y visionaria nos puso a uno en el camino del otro. Y nosotros, igual que los dinosaurios que os cuento, no sabíamos la que se iba a liar con sus espermatozoides (tan diestros) y mis óvulos (tan atractivos). De aquellos polvos, estos lodos, digo estos niños. Septiembre, qué bonito nombre tienes. Con guitarrita o sin ella, 19 días, con sus 500 noches, una vez más, comienzo mi año con una ilusión que llevarme al inconsciente.
– ¿Dónde íbamos, papito…? – Pregunto ya de vuelta de la habitación del bebé.
– Tocando el torrón, torrón, mamita…
noemartinez.es
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