Aprender a escribir, aprender a vivir

Antonio Gil-Terrón

No recuerdo qué fue de aquel viejo y desgastado lápiz con el que aprendí a escribir. Tampoco sé dónde fueron a parar mis primeros cuadernos de caligrafía. Ni lo sé, ni me importa, ya que es algo intrascendente; agua pasada que no mueve molino.

Ayer decía que llega un momento en la vida que te desprendes de los trastos viejos almacenados en tu memoria, a lo que una persona me respondió que ella lo guardaba todo, lo bueno y lo malo, porque de todo se aprende. Y efectivamente tenía razón desde su óptica, pero no desde la mía.

Aquel lápiz, aquella vieja libreta, y aquel padre escolapio que con sus capones y tirones de patilla me valieron para aprender a escribir, cumplieron su misión y formaron parte de mi vida, pero nunca merecieron ocupar un espacio en mi finita memoria. Simplemente me quedé con lo positivo: saber escribir y con aquellos primerizos e ingenuos poemas de amor.

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¿Cuántos trastos viejos, cubiertos de telarañas, tenemos almacenados en nuestra limitada memoria?

Como escribí ayer, “llega un momento en que lo vivido supera a lo que resta por llegar (en esta vida). Y es en ese día cuando comienzas a desprenderte de todos los trastos viejos que durante años acumulaste en tu memoria, mientras ordenas con amor el arcón de los recuerdos más hermosos y que al final ese es el único equipaje que te llevarás.”

Por supuesto que aprendemos a base de golpes caídas, y lágrimas, y que todo ello forma parte de nuestra vida, pero considero que una vez aprendida la lección debemos guardar lo positivo, tras limpiar nuestra memoria y “corazón” del cómo lo hemos aprendido, ya que es, amén de doloroso, intrascendente; tan intrascendente como el color del lápiz con el que aquel lejano día aprendimos a escribir.

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