Jose Segura / FILOSOFÍA IMPURA
Hoy, como si fuera el primer día del resto de la vida para los que han vuelto al trabajo, se puede encontrar fácilmente en cualquier medio de comunicación toda una serie de consejos para combatir el síndrome postvacacional. Creo que ya es tarde. Y hay toda una clave para abordar semejante malestar con la suficiente antelación.
Me refiero a las campañas publicitarias de las muchas colecciones de fascículos que se anuncian en televisión, unos días antes de que acabe el mes de agosto.
Desde ya hace décadas, los anuncios de fascículos son la señal inequívoca de que el verano se acaba y que pronto habrá que volver a ganar el pan con el sudor de nuestra frente, o de nuestras posaderas, según el oficio. Dicho sea con todo el respeto para aquellos que se encuentran en el paro, más o menos irremediablemente.
Además, esas colecciones de fascículos varían su temática cada temporada, no sólo con el fin de innovar y no caer en una repetición absurda de los coleccionables, sino también, me temo, para introducirnos en un mundo cada vez más cutre y culturalmente demoledor.
Así, este año podremos coleccionar carros de combate –para mejor cultivar nuestro belicismo- o montar, fascículo a fascículo, un Seat 600 cuyo enorme tamaño, para tratarse de una maqueta, pondrá de los nervios a más de una, ante la situación de dónde exponer semejante e inmenso horror.
Los fascículos, como bien saben sus empresas editoriales, son como la arrancada de caballo y la parada de burro. Muy pocos pasan de los primeros números. De hecho, los auténticos seguidores se ven obligados a reservar los ejemplares posteriores, porque la oferta desaparece rápidamente de los quioscos, de pura inanición.
Como la vida misma. Proyectos, nuevas intenciones, dietas, deportes y otras zarandajas, se nos muestran como metas a la vuelta del verano. Ideas que rápidamente abandonamos o que ni siquiera ponemos en marcha.
Y es que los coleccionables, como muchas de las intenciones para mejorar nuestra calidad de vida, no son sino manifestaciones de nuestra permanente frustración en la mayoría de los casos. Una manera como cualquier otra –eso sí, más obsesiva que otras- de compensar una vida triste que acaba siendo una mierda.
Aunque, curiosamente, también existen coleccionables de filosofía. De vez en cuando, aparecen –como oferta de algún periódico- bibliotecas por entregas que contienen libros dedicados a los principales pensadores de la historia. Bueno, si eso sirve para que muchos ciudadanos descubran para qué sirve la materia gris que tienen dentro de la cabeza, bienvenidos sean.
Pero a nadie le deseo, desde mi punto de vista más impuro de la filosofía, que descubrir a los grandes pensantes se resuma en una colección de frases ampulosas sobre las que reflexionar cada día cuando vamos en el metro, en el bus o en nuestro propio vehículo. De semejante castigo, rayano en la paranoia, se queja Jules Evans, que testimonia esta obsesión en su libro “Filosofía para la vida y otras situaciones peligrosas”, y a quien agradezco las notas que hoy he utilizado.
Triste resulta pues la vida por entregas. Y si no, baste con observar la colección de elecciones e investiduras a la que nos estamos viendo sometidos. Habrá que cambiar la vitrina y tirar a la basura a nuestros líderes políticos para cambiarlos, posiblemente, por campanillas de porcelana.
Twitter @jsegurasuarez
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