Susana Gisbert
Lo confieso. No tengo la aplicación de Pokemon Go ni he jugado a ello. Llaménme rarita, pasada de moda o reaccionaria, pero la verdad es que la cosa no me atrae. Al menos de momento, que no digo yo que no pueda pasar como en su día con los teléfonos móviles, que muchos afirmaban que nunca se someterían a semejante esclavitud y hoy los han convertido en un apéndice de su brazo. Nunca se sabe.
Pero hasta hoy sigo virgen de Pokemon y continúo observando ojiplática la que se ha liado con los dichosos dibujitos que a mí, la verdad –segunda confesión- siempre me han parecido entre feos y horrorosos, incluso cuando no eran más que unos bichitos animados al uso. Accidentes o facturas astronómicas han sido algunas de las consecuencias que nos han mostrado los informativos, además de las obvias pérdidas de tiempo que el jueguecito de marras supone. O no. Depende de cómo se vea.
A mí, que pertenezco a esa generación en que las máquinas de juegos estaban en unos locales llamados “recreativos” muy frecuentados para saltarse clases, o en un rincón escondido de algunos bares, me llama la atención que la gente se vuelva loca ante la llegada de un juego al que no ha tenido oportunidad de jugar nunca –salvo descargas ilegales, claro-. Y lo primero que me pedía el cuerpo era ponerme a escribir estas líneas para ponerme a criticarlos como si no hubiera un mañana. Incluso pensé en titular a este artículo “Tontemon”. Pero un artículo compartido en redes sociales por un amigo me hizo darle una repensada a la cosa. Y enfriar el primer calentón, que una buena dosis de pingüinos nunca viene mal. Y ya no veo tan criticable la cosa, siempre que no se pase de su justa medida.
Lo de las quedadas a cazar pokemon puede ser hasta bueno. O al menos, mejor que quedarse en casa jugando a cualquier otro vídeo juego sin contacto humano o metiéndose telebasura en vena o exponiéndose a sobredosis incontroladas de internet. Aunque se gasten datos y batería a cascoporro. Todo es cuestión de usar el cerebro, esa parte de nuestra cabeza tan infrautilizada en muchos casos. Y seguro que de ahí puede salir algo bueno.
Y ahí es donde está el problema. En quienes usan el juego y como lo hagan, no en el juego mismo. Algo asì como pasaba –o pasa- con la moda de los selfies. Nada tiene de malo hacerse un autoretrato junto a la Torre Eiffel o la Fontana de Trevi si se hace turismo, aunque sí lo tiene si para lograrlo uno pone su vida en peligro intentando perspectivas imposibles para epatar al personal.
Así que cacen Pokemons si la batería de su móvil y su tarifa de datos lo permite, siempre que lo hagan con conocimiento y eso no les impida hacer cualquier otra cosa de las realmente importantes.
Y si no, siempre cabrá la desintoxicación. Igual dentro de un tiempo hay clínicas con gente confesando que era Pokemonadicto y sometiéndose a sofisticados tratamientos para dejar de perseguir a Picachu.
Pero por si acaso, lo dicho, usen el cerebro. No duele. Aunque tal vez eso sí que cree una adicción peligrosa. O no.
@gisb_sus
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