Gazpacho y Salmorejo, enemigos íntimos

Ambos platos escenifican una disputa al velar por la integridad estival de nuestros paladares mientras su textura cremosa invade las mesas

Tino Carranava

Aunque siempre convivimos con la interinidad gastronómica, existen platos cuya presencia se cronifica toda la temporada estival. Algunos somos incapaces de recordar un solo verano de nuestra vida sin gazpacho y salmorejo. Su dichosa presencia tiene algo de fantasmal.

Durante un reciente viaje a Almería nuestros anfitriones nos proponen su degustación. Como de costumbre la generosa iniciativa arranca un compromiso. Nadie nos explica el precio del canje gustativo, ni falta que nos hace, al final el trance gastronómico nos atrae.

La matriarca de la familia es una conocida activista del gaz-pacho. Defensora a machamartillo de su cocina. La principal responsable de que su yerno renunciara a su tradicional aspiración estival de un salmorejo diario.

Nuestra anfitriona emplea sus recursos coercitivos con gracia. «Niños cuidarse un poco, mi gazpacho es mucho más suave». Aunque están obligados a entenderse se miran con indisimulado recelo. «Usted siempre tan sincera» murmulla nuestro compañero.

Se vislumbra un pique culinario. El peligro acecha en clave cordobesa, su yerno, valenciano de adopción, con origen natal en la capital de los califas es un adorador confeso del salmorejo y denodado paladín del tradicional plato cordobés.

La conciliación culinaria familiar de nuestros anfitriones no es ninguna entelequia solo se ve sobresaltada por esta disputa.

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En nuestro lado de la mesa coincidimos con el apátrida del gazpacho andaluz. Es una pena que tamaño sabor le deje indiferente. No es sensato reprocharle nada, es posible que sea cautivo de pretéritas experiencias de infausto recuerdo.

La intensidad del gazpacho es milimétricamente acorde con el canon del recetario clásico. El pepino y el tomate se convierten en gestores de la (des)mesura. Presos en el irremediablemente laberinto del «paladar bienqueda», no nos atrevemos a descubrir públicamente nuestro real parecer por temor a avivar la polémica.

Desde el centro de la mesa nos vigila una guarnición de dados de pan, pepino, cebolla, tomate y huevo duro. Nos recomiendan tomar el gazpacho bien frío, hay alguno que lo consume con un hielo dentro, a modo de sorbete emplatado, con el paso de la sobremesa se lo toma también en forma de mojito.

Sin comentarios. El anaranjado pálido y el rojo son una firme prueba cromática de madurez de los tomates empleados.

Nuestro amigo se consagra como responsable de velar por la integridad de nuestros paladares con su salmorejo. La textura cremosa invade la mesa acompañada de virutas de jamón ibérico. El remate final se precipita con la llegada de una fuente de berenjenas empanadas fritas para mojar. Música maestro.

El licopeno, como colorante natural de satisfacción, aparece en el «colorao» rostro de nuestro amigo. Mientras la maestra gaz- pachera, su suegra, asiente y replica con una sabia explicación de su «majao». Cada uno con su tema. En plena degustación, nos plantean la relevante incompatibilidad de tomar ambos platos. Sabedores de ese principio, rechazamos esa teoría y nos disponemos a comer.

Nadie reivindica la última palabra, debemos preservar la libre circulación de ambas creaciones en todas las mesas.

El gazpacho y el salmorejo refuerzan sus lazos mientras la presunta acidez resulta imputada en el interior del automóvil de vuelta a casa. Gazpacho & Salmorejo, enemigos íntimos.

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