Antonio Gil-Terrón
Siempre he tenido una especial sensibilidad para percibir la presencia de aquello que escapa a nuestros sentidos corporales.
Al principio llegas a sentir auténtico miedo pero, con el paso del tiempo, todo se normaliza y dejas de darle importancia, quedándote tan solo con el mensaje positivo de tu propia inmortalidad y, lo más importante, de la inmortalidad de tus seres queridos.
Es entonces cuando la jerarquía de valores que hasta ese momento había regido y organizado tu vida, se cae como un castillo de naipes rozado por un torpe. Y ya nada vuelve a ser igual.
Historias vividas por un servidor, han sido muchas; tal vez demasiadas. Algunas de ellas propias de película de terror, y otras enternecedoramente emotivas e íntimas.
No voy a extenderme más, porque el mensaje que hoy quiero transmitir no es ese, sino otro, pero era imprescindible este preámbulo, para que ustedes entiendan porqué a los muertos no les gustan los cementerios.
En la vida diaria, puedo percibir, presentir, y hasta sentir, la presencia de entes espirituales, y no todos buenos, pero donde nunca jamás he percibido el mínimo ápice de vibración espiritual o – si lo prefieren – fantasmagórica, ha sido en los cementerios. A los muertos no les gustan los cementerios.
El espíritu una vez liberado del vehículo corporal, vuela libre, y le tiene tanto apego a su antiguo cuerpo, como el que le pueda tener un ex inválido, a su antigua silla de ruedas.
Para un espíritu liberado, no hay situación más dolorosa que la de ver a sus seres queridos llorando ante su tumba, porque con ese gesto lo están matando otra vez, no viendo en él más que un montón de huesos.
Para un espíritu liberado no hay mayor placer que sus seres queridos lo recuerden y le hablen en los momentos felices; en las horas de descanso, o compartiendo con él la indescriptible belleza de un atardecer.
Aquellos que no creen en nada, no tienen más que olvidar lo aquí escrito. Pero a los creyentes, especialmente a aquellos que se saben el Catecismo de memoria y que mis palabras les pueden haber sonado a herejía de las gordas, les voy a transcribir un pasaje del Evangelio, para que recuerden que la creencia en la existencia de fantasmas era un hecho corriente, conocido y aceptado en el Israel de tiempos de Jesucristo y – por lo que se desprende del propio texto evangélico- asumido como un hecho cierto, por el propio Jesús y sus Apóstoles:
«Jesús se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros. Entonces, espantados y atemorizados, pensaban que veían un fantasma. Pero él les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un fantasma no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo». Lucas, 24: 36-39.
Jesucristo, podría haber dicho, perfectamente, que los fantasmas no existen, sin embargo no sólo da por hecho que éstos se pueden manifestar ante los vivos, sino que además describe como son: «… porque un fantasma no tiene carne ni huesos…».
O aquellas otras palabras de Jesucristo, recogidas en el Evangelio de San Juan: «El Espíritu es quien da la vida; la carne no sirve para nada». [Juan, 6: 63].
Quienes deseen conocer de dónde sale el dogma de “la resurrección de la carne”, recogido en el Credo, no tienen más que leer el libro “EL VELO RASGADO”, cuya descarga gratuita la tienen en el enlace…
@elvelorasgado
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